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La crisis del coronavirus llegó al Palacete coincidiendo con las primeras grietas observadas en el interior del Consejo de Gobierno, a cuenta del despido (y recolocación posterior) de Diego Iturriaga como director general de Cultura. Las diferencias entre Concha Andreu y algunos miembros de ... su equipo han quedado desde entonces como tantas otras actividades de todo el país: suspendidas. En cuarentena. Será curioso por lo tanto observar, cuando se levanten las medidas de confinamiento, cómo se resuelve esa otra crisis que ahora parece menor. Aparcadas de momento sus disparidades, los miembros del Gobierno han concentrado sus esfuerzos en ejercer como tales, porque se supone que no ignoran que se enfrentan a uno de esos hitos históricos que sirven, entre otros atributos, para medir el carácter de nuestros mandatarios. Su talla. Para conocer si nacieron para la política o para el politiqueo.
La gestión de la crisis ha concedido un alto protagonismo a Sara Alba, cuyo pilotaje admite desde luego censuras que pueden esperar a que la curva se aplane, pero que en líneas generales mantiene un perfil notable ante la opinión pública, como el resto de sus colaboradores en la Consejería de Salud. No puede concederse por el contrario la misma nota a su compañero de Educación, puesto que en medio del conflicto olvidó que debe su cargo al conjunto de los riojanos y fue sorprendido incurriendo en un feo hábito: poner su cartera al servicio de sus siglas. Luis Cacho cometió la imprudencia de convocar a la comunidad educativa mediante el envío de unos papeles inspirados, antes que por el Palacete, por Martínez Zaporta. O por Ferraz, donde se ha ganado alguna consideración entre la dirigencia socialista del ámbito educativo. Debe no obstante observarse que tanto Alba como Cacho no dejan de ser colaboradores, aunque de sobresaliente rango, de quien capitanea la respuesta gubernamental a la crisis. Su jefa, la presidenta del Gobierno.
Porque será Andreu quien el día de mañana capitalice alrededor de su figura la esperada victoria sobre el virus o quien vea amputada su ascendente carrera. Mientras llega la hora de recibir sus calificaciones, protagoniza el liderazgo de la crisis mediante una trayectoria oscilante. Enérgica reacción en la primera fase, muy subsidiada respecto a la estrategia dictada desde Moncloa por su admirado Pedro Sánchez, una etapa de decaimiento mediado el confinamiento (tocada en lo personal por una pérdida en su ámbito más íntimo: su voz perdió esos días el timbre característico) y resurgimiento posterior, luego de ese declive anímico, para ponerse al frente de dispositivo con una prioridad indisimulada: irradiar optimismo en sus comparecencias públicas, que suelen llegar los domingos, luego de la videoconferencia con Sánchez y resto de presidentes autónomos. Donde aparece la Andreu anterior a la crisis. Animada, convencida de su discurso, pero también renuente a entrar en los terrenos más pantanosos de la gestión, que cuidadosamente evita pisar. Una táctica conservadora que tal vez encajaría mejor en otra coyuntura.
Es otra Andreu pero en en esencia la misma. Muy devota de lo táctico, carente de una política propia que sí distingue a otros dirigentes autonómicos, con la obediencia hacia Moncloa como primer mandamiento, y tan segura como desenvuelta para enfrentarse a las cámaras tras la reunión telemática dominical y morderse entonces la lengua: que de ella no salga ninguna crítica a sus pares, por más que el espectáculo que acaba de presenciar por el ordenador no termine de convencerla. Esta otra Andreu telematizada lleva el timón desde su hogar, a las afueras de Logroño. Acude sólo lo imprescindible al Palacio de Gobierno, donde trabaja un escogido equipo de fieles (apenas tres colaboradores, más otra pareja de trabajadores de la sección audiovisual) y donde se felicitan (y cruzan los dedos) de que el entorno presidencial haya esquivado al virus.
También la sede del Gobierno se ha sometido a las medidas generales de higiene (un equipo de la UME desinfectó días atrás las dependencias) y sus ocupantes se ven sometidos a los rigores del confinamiento, en la esperanza de recobrar pronto la normalidad perdida. Cuando el relato épico ceda ante la prosaica rutina y sepamos la auténtica naturaleza de nuestros gobernantes. Y se renueven sus prioridades: serán días propicios para meditar si el gasto público concede la inversión que merecen la sanidad y los servicios sociales. Para reflexionar a cuántas mascarillas equivale el precio de alguna Consejería.
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