La convocatoria llegó por SMS. Estaban citados de 15.30 a 21.00 horas en las traseras del Riojafórum. Tenían que pasar el test de antígenos. La operación resulta sencilla: una enfermera mete un palito por la nariz, escarba un poco y saca una ... muestra. «A mí me lo han tenido que meter por los dos caños», apostilla Sergio, de 19 años. Sergio acaba de completar la prueba junto con su hermana Carolina (16 años). Después de sufrir la invasión nasal, han tenido que esperar unos minutos hasta que les han dejado marchar. «Nos han dicho que si es negativa, nos mandarán un SMS. Si es positiva, nos llamarán».
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Son las cuatro y media. Sergio y Carolina han completado la tarea en poco más de una hora: sesenta minutos haciendo fila en el parque del Ebro y cinco o seis pasando el test de antígenos en el vestíbulo inferior del Riojafórum. La fila de los que entran esta separada por una cinta y unas vallas de la fila de los que salen. Carolina se cruza con unas amigas a las que todavía les queda pasar el trago. Se les ve nerviosas.
–¿Duele?
–No; solo lloras un poco.
–Pues no me hace gracia.
La fila va creciendo. A las cinco menos veinte hay 418 personas esperando. La cola arranca de las traseras del IES Comercio, sigue la senda de piedra, gira caprichosamente por una canchita de baloncesto, avanza por el parque, discurre paralela al Riojafóum, hace una parábola final en el patio exterior y acaba ingresando en el edificio. Casi todos son jóvenes; incluso muy jóvenes. Parece la fila para un concierto de reguetón o para alguna fiesta universitaria. Cuesta encontrar a alguien medio calvo o con patas de gallo. Avanzan todos pacientemente, con el móvil en la mano, cuchicheando. No se oyen gritos ni risas. Por fortuna, hace una tarde agradable, soleada, no demasiado fría.
A esta hora salen del Riojafórum Lucía, Paula, Sandra, Sira y María. Salvo Sira, que tiene 20 años, las demás acaban de cumplir la mayoría de edad. Estudian en la UR. «Hemos esperado una hora más o menos. Luego se hace rápido. Las enfermeras son muy majas». Sira tiene ya cierta experiencia en pruebas de covid. Cuenta que hace unos días le llegó un aviso del Gobierno preguntándole si había estado en aglomeraciones. Como acababa de volver de vacaciones, respondió afirmativamente y le citaron para un test. Entonces le metieron el palito por la boca. «Es mucho más molesto por la nariz», resume. Ninguna de ellas afirma tener miedo del coronavirus..., salvo por la familia. «Mientras no lo cojan mi madre o mis abuelos...», dice Lucía. «Creo que al final todos lo vamos a pasar», aventura Sira.
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Cuando por fin consiguen entrar en el Riojafórum, los ciudadanos se encuentran ante un escenario dividido en seis parcelas, separadas por vallas, conos y cintas. Primero se identifican (con su DNI o con la tarjeta sanitaria) y luego acceden a la mesa central. Se sientan en sillas de madera, dos por cada puesto. Se retiran un poco la mascarilla, lo justo para dejar al aire la nariz. Una enfermera introduce un palito por un caño. La operación dura apenas un suspiro. Alguno se echa las manos a los ojos, como si le cayeran lágrimas. Dos minutos después, les indican que pueden marcharse. El suspense no tarda mucho: en algunos casos, a las dos horas ya han recibido el SMS con el resultado.
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Mientras tanto, afuera, la fila ha cambiado algo de fisonomía. Sigue siendo kilométrica, pero ahora, en lugar de quebrarse para subir hacia el IES Comercio, discurre linealmente, paralela al Ebro. Cintia (27 años) y Bibiana (40) llevan un buen rato esperando y aún les queda una hora larga por delante. No piensan irse: «Una vez que estamos, estamos», resuelve Cintia. A ambas les hicieron hace poco un prueba en el trabajo, pero han acudido «para colaborar y para prevenir». Detrás de ellas, la hilera humana se pierde en el horizonte. Son ya las siete de la tarde.
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En este momento, se levanta revuelo. A partir del parking del Riojafórum, agentes de la Policía Local están pidiendo a los ciudadanos que se vayan a casa. Calculan que tienen para dos horas de espera y el dispositivo cierra a las nueve. Un señor se aleja hablando airadamente por el móvil. Blasfema con denuedo y énfasis. Dice que lleva «una hora esperando para nada». También hay quien prefiere que se lo digan ahora para no encontrarse a las nueve de la noche con las puertas del Riojafórum cerradas. El Gobierno asegura que volverá a citarlos hoy.
La fila se va disolviendo sin tumulto, resignadamente, como si de pronto se hubiera declarado un insólito brote de paciencia.
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