
La promulgación del estado de alarma, el 14 de marzo, les pilló en Anguiano. Alberto García y su mujer, Juani Díez, viven en Logroño, aunque ... regresan con frecuencia al pueblo en el que nacieron y en el que viven sus hijos. Cuando el Gobierno decretó el confinamiento de la población, Alberto y Juani decidieron quedarse. «Pero comenzaron a surgir en nuestro entorno familiar comentarios de que al ser personal de riesgo -es lo que tiene haber nacido hace más de 70 años- era aconsejable aislarnos lo más posible», narra Alberto. Entonces se acordaron de la huerta.
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Hace años, habían levantado una caseta de aperos de 25 metros cuadrados a dos kilómetros del pueblo. No tenía televisión ni internet; tampoco cobertura telefónica. Sí había cocina de leña y señal de radio. Decidieron pasar ahí el confinamiento. «Al principio fueron 15 días, luego otros 15... Así hasta 90. Parecía ser un lugar inhóspito para vivir pero ha resultado una experiencia maravillosa», explica Alberto. Acaba de publicar su experiencia en la revista local 'Aidillo'. De su relato no solo se extrae un canto de amor a su pueblo, un lugar pintoresco bendecido por la naturaleza, sino una enseñanza que quizá sea urgente recordar: «Lo que podían parecer jornadas monótonas o aburridas han resultado estupendas para revivir experiencias un tanto olvidadas por culpa de esta sociedad que nos ha tocado vivir llena de prisas, compromisos y obligaciones y otras necesidades que nos hemos creado... La mayoría de ellas prescindibles tal y como hemos podido comprobar en estos meses de confinamiento».
Cada tarde, hacían una excursión a la que llamaban «curva de las comunicaciones», el primer lugar en el que conseguían algo de cobertura para saber de sus hijos y de sus nietos. Algunas veces ellos se acercaban para llevarles comida, aunque cada ocho o diez días, Alberto realizaba una expedición al pueblo: compraba alimentos en el súper y vino blanco en la bodega Fuentelavilla. Fuera de estas salidas de avituallamiento, durante estos tres meses solo trabaron regular conversación -«a la debida distancia»- con Julián, amigo y vecino, que a veces se solía dar paseos hasta la linde de su huerta.
No quiere Alberto minusvalorar el impacto de una pandemia «terrible», pero sí subrayar algo que con frecuencia se olvida: estamos considerando esenciales cosas que no lo son en absoluto. «No tengo fobia a la tecnología y reconozco su utilidad. Sé que no es lo mismo vivir esta experiencia a nuestra edad, cuando nos quedan unos telediarios, que cuando hay responsabilidades familiares, sociales, laborales, etc., pero seguro que se puede recortar o prescindir de muchas cosas. Espero que esta situación nos haga reflexionar y actuar en consecuencia».
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En estos tres meses, se han duchado en un gran balde con jarras de agua, han jugado al dominó, han leído, han hecho sudokus, han escuchado música, han tirado de hoz y de azadón. «No ha faltado el tiempo, pero tampoco ha sobrado», puntualiza Alberto. Y, sobre todo, han despertado sus sentidos, que han ido redescubriendo los prodigios de la naturaleza: el canto de los pájaros, el estallido de la primavera, las labores de la huerta, la cocina sencilla y sin artificios... «La norma dice que hay que consumir para producir, producir para crear trabajo, creamos trabajo para ganar dinero, ganamos dinero para consumir, ¿dónde rompemos el círculo?»
Alberto y Juani rompieron el círculo el 14 de marzo, obligados por el confinamiento. En tres meses aprendieron una valiosa lección que hoy quieren compartir: «Se puede vivir sin tantas cosas»
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