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Se debe al ingenio popular la sentencia según la cual de sabios es rectificar. Una frase hecha, un topicazo que, como tantos de su estirpe, no resiste el análisis científico. Una especie de coartada para que quienes incurren en tan perverso hábito puedan perseverar en ... el error, puesto que de cumplirse tal axioma los más sabios de entre nosotros deberían ser quienes más se equivocan. Véase por ejemplo el señalado caso del Gobierno del Reino de España, especialista en decir una cosa y su contraria, mediando entre un anuncio y su posterior rectificación apenas unas horas. Aunque Pedro Sánchez y compañía tienen una buena excusa: se trata de un hábito que distingue a todo el universo político, al margen de tendencias ideológicas. Mal de muchos, ya se sabe: epidemia. Como la del virus, frente al cual Moncloa está perfeccionando estos días su táctica de rectificaciones, un ciclo diabólico que admite una lectura matinal, otra vespertina y una tercera nocturna. Dictada a menudo de acuerdo con quién sea el elegido cada día entre el equipo de Sánchez para proclamar la buena nueva, poco antes de ser corregido por otro colaborador del presidente en cuestiones que, por su alta trascendencia, merecerían menos vaivenes, alguna firmeza superior.
Este inquietante retrato vale para lo relativo a las mascarillas que van y vienen, óptimas para ser repartidas un lunes y retiradas un martes, las obligaciones del confinamiento para los más pequeños de cada casa, pródigas en oscilantes contradicciones, o para el recuento de víctimas, que acepta distintos modelos de contabilidad en función de cómo avance la pandemia, haciendo buena aquella otra máxima según la cual las estadísticas pueden retorcerse como se quiera hasta que digan lo que queremos que digan. Un modelo, por cierto, clonado con éxito a toda escala: la España de las autonomías dispone de hasta 17 modelos para registrar el avance de la enfermedad. Con la particularidad de que todas ellas se acogen luego al mismo argumento para apagar las críticas: la culpa es de Sánchez. El Gobierno de España, convertido en el sospechoso habitual.
Un sospechoso muy sabio. Tan obstinado en recular durante estos días terribles, cuando se agradecería un liderazgo a la altura de la sombría coyuntura, como lo ha sido casi desde el principio. Desde hace cien días, los que lleva en marcha la coalición entre el PSOE y todo lo que se mueve a su presunta izquierda. Una fecha simbólica, recién cumplida esta semana, que permite una interpretación basada precisamente en el cumplimiento milimétrico de todo cuanto hace sólo unos meses se prometió que jamás se consentiría. Tiene por lo tanto algún sentido que también durante el confinamiento se observe esa misma tendencia a desdecirse de los compromisos recién adquiridos, contando con el aval de una opinión pública dispuesta a caminar al lado de sus gobernantes, por un sentido un tanto ingenuo del patriotismo o porque tampoco detecta que al otro lado del arco parlamentario haya resucitado Churchill. El mejor ayudante de Sánchez ha resultado ser Pablo Casado. Otro ejemplo de sabiduría.
También en auxilio de la presidenta Andreu ha acudido solícito el PP riojano, empleando como ariete en su curiosa estrategia a la alcaldesa de verbo más incontenible, dudosas teorías y peor puntería de quienes ocupan escaño en el Legislativo regional. Aunque debe anotarse que alguna razón asiste a su presidente, José Ignacio Ceniceros, cuando se preguntaba ayer en estas páginas a qué dedica ahora su tiempo libre el Parlamento regional y qué misteriosas razones impiden al Gobierno convocar a sus señorías. Unas atinadas palabras que hubieran podido perfeccionarse si, acto seguido, el PP hubiera informado a la ciudadanía de otro tanto: qué hacen sus diputados, de qué asuntos se ocupan sus asesores y a cuánto le sale al contribuyente su inactividad.
Preguntas que quedarán sin respuesta, según ese modelo de evitar sofocos a la ciudadanía que goza de gran popularidad entre nosotros, de Moncloa al Palacete. Por el fluctuante rumbo que marca Sánchez discurren también los paradójicos pasos del Gobierno de La Rioja, que deja su propio reguero de dudas que nunca serán despejadas; la más grave, su caprichosa manía de cambiar el sistema de recuento de víctimas sin explicar su tendencia a autoenmendarse. Una confusa política que tal vez se debe al carácter pionero que caracteriza al Palacete, cuyos inquilinos cumplieron antes que Sánchez sus cien días y hoy, rehenes de sus contradicciones, sirven de pista a Sánchez y sus socios, sabios entre los sabios. Aunque no tan sabios como los sabios gobernantes riojanos.
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