Es la una. Fuera llueve, un goteo persistente, molesto, una especie de calabobos que empapa hasta la ropa interior. Dentro, pese al frío de la lonja, en el logroñés barrio de La Estrella, se respira calidez. Es un día más en esta nueva realidad ... a la que el coronavirus ha arrastrado a demasiadas personas. En este nuevo escenario, el centro unificado de reparto de alimentos de Cáritas refleja la cara más amarga, los rostros de aquellos que han tocado fondo.
Publicidad
El de Yorleny ilustra esa nueva existencia. Su caso es de manual, el prototipo del nuevo beneficiario. Hondureña de nacimiento es la primera vez en los tres años que lleva viviendo en La Rioja que no tiene ni para comer. Desde que llegó a esta tierra en busca de una vida algo más holgada nunca le faltó empleo. Lo cuenta ella misma con un tono pausado pero que delata urgencia. Como empleada de hogar trabajó de casa en casa y en la última, su jefa, teniendo en cuenta la amenaza del coronavirus, le propuso que se quedase interna, «pero como tengo dos niñas no podía quedarme en otra casa las 24 horas y me he quedado desempleada». Su situación es «muy desesperada» con dos pequeñas de cinco y año y medio que están a su cargo y sin más familia en España.
La joven nunca se imaginó que algún día tendría que ir a pedir comida ni que le iba a quitar el sueño pensar cómo va a pagar el alquiler del piso en el que reside. «Esto ha sido como un balde de agua fría que me cayó encima, porque con dos crías...», lamenta.
Yorleny no está sola. José César Jiménez, que ha sido citado diez minutos más tarde para que recoja su caja con alimentos en Cáritas, está atravesando el mismo desierto. Tampoco nunca antes había tenido que acudir para que le dieran comida y lo hace con su corbata, sus gafas y sus pantalones de pinzas quizá por aquello de mantener el tipo y, desde luego, porque el bicho te podrá quitar el pan pero nunca la dignidad.
Hasta que el COVID-19 trastocó los planes, había estado encadenando los trabajos que le ofrecían a través de una empresa de trabajo temporal. Pero hasta la precariedad se acabó. Su mujer corrió la misma suerte, así que, de momento, «vamos a estar por lo menos dos meses sin cobrar», cuenta él mismo a esta cronista.
Publicidad
La asistenta social fue la que les propuso llamar las puertas de Cáritas por ellos y por sus dos hijas de 9 y 15 años. ¿Cómo lo lleva? «Hay que adaptarse a todo. A grandes males grandes remedios, dice el refrán. Esto nos ha pillado por sorpresa a todos y hay que tirar para adelante como sea».
Noticia Relacionada
Desde el otro lado, María Ángeles Lacarra, es una de las voluntarias que les prepara y les reparte la caja con los alimentos. Hoy hay pizza, tortilla de patata, verduras frescas, legumbres... un lote completo para un mes. El ritual ha cambiado. Antes los beneficiarios hacían fila en el exterior los martes, miércoles y jueves y ahora la atención se ha ampliado a los lunes y viernes también. Para evitar las aglomeraciones, les dan cita cada diez minutos, desde las 9 de la mañana a las 14 horas, de forma que guarden esa distancia social a la que nos ha condenado el Sars-CoV-2.
Publicidad
Lacarra es la voluntaria de Lardero pero la necesitaban en el banco de alimentos y ahí acudió. «Me ofrecí porque por edad puedo estar &ndasha los voluntarios de más edad se les recomendó quedarse en casa&ndash y vengo todas las mañanas». Lo que ve cada día es a «gente que está al límite, que se ha quedado sin trabajo, que no les pagan nada o que estaba en la economía sumergida». En definitiva, resume, «gente que no tiene nada» y con la que para más 'inri' apenas pueden tener contacto ni siquiera cruzar cuatro palabras porque el bicho es así de traicionero y ha empapado de frialdad un acto de pura solidaridad.
«Sacamos los alimentos afuera, se los dejamos en una mesa, los cogen y como mucho se los llevan en el carro al coche y luego nos devuelven el carro. Antes entraban y cada uno recogía los alimentos, era una atención más personalizada pero ahora no podemos ni eso», lamenta.
Publicidad
María Ángeles lleva lo de ser voluntaria en el ADN. «Es una satisfacción ayudar», pese al mal trago que supone ver casos realmente dramáticos. ¿Miedo? Ninguno. Llegar a casa es toda una liturgia. «Las zapatillas las dejó fuera, me doy el gel hidroalcohólico ese, entró en el baño, me enjabono, me quito la ropa, pongo lavadoras y me doy una ducha», relata. Todo para no poner en riesgo a su familia.
Pilar Sierra es técnico de Cáritas, en concreto, la animadora de Rioja Alta, es decir, la que coordina a los grupos de las parroquias de toda esa zona. Como a María Ángeles, la llamaron para cubrir algunos de los huecos que los voluntarios de más edad dejaban en el reparto de alimentos, y también como ella es una batalladora en la primera línea de esta guerra. Reconoce que se lleva a casa cierta «desazón» por el drama que ve a diario en un centro al que ahora acuden el 20% más de familias que antes. Y es que ya son 2.614 las personas que dependen de la comida que les dan en Cáritas y temen que esta cifra siga creciendo.
¡Oferta 136 Aniversario!
¿Ya eres suscriptor? Inicia sesión
Te puede interesar
Publicidad
Te puede interesar
Utilizamos “cookies” propias y de terceros para elaborar información estadística y mostrarle publicidad, contenidos y servicios personalizados a través del análisis de su navegación.
Si continúa navegando acepta su uso. ¿Permites el uso de tus datos privados de navegación en este sitio web?. Más información y cambio de configuración.