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Logroño se ha despertado esta mañana con el pie cambiado. Cambiado porque el 11 de marzo del 2020 se ha convertido en el primer día de la 'cuarentena colectiva' en la que se ha confinado la educación riojana en su particular batalla contra el coronavirus. Desde hoy, y durante 15 días, guarderías, colegios, institutos y universidad permanecerán cerrados. De momento y a la espera de nuevas instrucciones. Los despertadores han sonado a la misma hora que cualquier otro día laboral. Salvo el de los más pequeños, ese que paradójicamente les despierta siempre antes de tiempo todos aquellos días que pueden seguir un rato más en la cama.
Y es que hoy no es un día normal, no es un día más. Hoy es el día D. El primer día D. Después de que cada casa con niños de La Rioja organizara en la tarde del martes su propio gabinete de crisis para trazar la hoja de ruta familiar durante las dos próxima semanas, todo estaba más o menos organizado y quien más quien menos sabía qué tenía que hacer en cada momento de la mañana.
Logroño se ha despertado en medio de un ensordecedor silencio. Ese más propio de un fin de semana 'pre coronavirus', esto es, inundado del silencio habitual de los días en los que los niños no tienen clase. Antes de las 8 de la mañana, el sol comenzaba a templar las primeras zonas de la ciudad y auguraba uno de esos días invernales con temperatura casi veraniega. Antes de esa hora, muchos ya habían comenzado a 'repartir' niños con cara de sueño entre sus abuelos. La ciudad se ha desperezado con sus ruidos habituales: el del frenazo del camión de reparto; el de los pitidos de alguna marcha atrás; el de motores revolucionado que finalmente se salta el semáforo; los de los autobuses urbanos en sus paradas; los de las verjas de los negocios de ciudad recogiéndose... Una banda sonora habitual en la que se ha echado en falta las voces, los gritos, las sonrisas de los más pequeños.
Vara de Rey y sus calles adyacentes, ejes que de una manera u otra articulan los movimiento de los alumnos de al menos cuatro centros de la capital (General Espartero, Las Gaunas, Escolapias y Agustinas), era esta mañana una especie de falsificación de su estampa habitual. También Duques de Nájera; y avenida de Colón; y Huesca; y Jorge Vigón... Una ciudad sin niños, como si el flautista de Hamelín hubiera recorrido, flauta en mano, el callejero completo de Logroño.
Las puertas de los centros educativos están cerradas. En el de Escolapias, los profesores llaman al timbre y alguien, desde dentro, abre el portón. Los docentes llegan a su puesto de trabajo sin saber muy bien qué hacer. «Vamos a atender a los niños invisibles», dice una profesora entre risas. En el inmenso patio, solo el viento mece alguno de los columpios de los remozados juegos infantiles. Las palomas buscan restos de los bocadillos de ayer y se escucha el alegre piar de los gorriones. Son las 8.50 horas. 24 horas antes, una turba de niños y de padres acelerados aceleraban el paso buscando la fila de cada uno de ellos. «No sabemos muy bien qué vamos a hacer. Estamos esperando instrucciones de Educación», sostienen los docentes del centro mientras la sala de profesores ofrece una inusual estampa a las 9 de la mañana: está a rebosar.
La réplica a esa imagen está en muchas casas. Hay tantos planes de contingencia como niños hay en Logroño. Los abuelos, pese a ser población de riesgo, son el recurso más habitual pero también hay lugar para la flexibilidad laboral. Con los dos pequeños en casa, un padre explica que su mujer ha adelantado hoy la entrada al puesto de trabajo. Ella, con reducción de jornada, ha entrado a las 6 de la mañana y estará allí hasta las 12 horas. Luego, como si de una carrera de relevos se tratara, él acudirá a su trabajo. Saldrá cuando la noche empiece a echarse. También hay quien no tendrá más opción de llevarse a sus pequeños a su puesto de trabajo. Explica el responsable de Ciclón Rioja que, a priori, ese es el plan que tiene preconfigurado. De momento y a expensas de encontrar soluciones alternativas. La conciliación en su máximo exponente.
El silencio de la ciudad, que también se deja sentir en las cafeterías del entorno del Espolón (y en sus cajas registradoras, dice una camarera), se convierte en jaleo en muchas comunidades de vecinos. Los gritos de los juegos de los más pequeños dicen que hoy no es un día normal.
Tampoco es normal el día en los parques. Quizá sea el miedo al contagio, quizá las horas, quizá una mezcla de ambas, lo cierto es que las zonas infantiles están vacías... como también lo están las calles y las zonas de aparcamiento regulado.
En el parque Chile, Juani Pascual corre entre los juegos persiguiendo a sus nietas que se mueren de risa. Marta tiene 5 años, Laura, 6. Son alumnas de Alcaste. El parque es solo para ellas. «Hoy se han levantado una hora antes de lo normal. La emoción por estar de vacaciones y por estar con la abuela», dice. Ellos han trazado su plan de acción frente al COVID-19. «Su padre me las deja a primera hora y como esta mañana hace sol hemos venido al parque un rato y después iremos a casa». Jugar, comer y, llegado el caso, ver un poco la televisión, es el menú del día. Juani está tranquila. «No soy aprensiva. No tengo miedo. Hombre, sí que tomas precauciones, pero tampoco hay que ser obsesiva», dice.
Marta y Laura se dejan caer por una de las rampas de cemento en la que el Ayuntamiento tendrá que reponer algún día la protección perdida. Son las únicas de niñas que se ven en el parque. El poder de Hamelín no es omnimodo. Tampoco, afortunadamente, el miedo al coronavirus.
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