El 19 de noviembre de 1863, el general Lincoln pronunció uno de los discursos más célebres de la historia. El discurso de Gettysburg, como la batalla homónima. El Ejército que dirigía aquel general norteamericano despedazó a las tropas sudistas, con el peaje de una mayúscula ... sangría en las filas propias: sobre aquel paisaje donde aún humeaban los cañones, Lincoln improvisó unas palabras de enorme grandeza. Se arrodilló antes tantas vidas sacrificadas y en apenas tres párrafos condensó todo un manual de convivencia para las futuras generaciones de su país. Un mensaje hacia la posteridad sintetizado en 300 palabras. Reproducirlo lleva un par de minutos. Fue breve y fue más que bueno. Aspiró al tipo de excelencia que concede la eternidad.

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Por el contrario, sus sucesores en la cosa pública necesitan, antes que otros atributos, tiempo. Mucho tiempo, toneladas de horas con sus minutos y sus segundos que enmascaren tantas veces la puerilidad de su quehacer, lo pequeño de sus andanzas. Véase el caso notable del Parlamento de La Rioja, expertas sus señorías, legislatura tras legislatura, en dar vueltas y más vueltas alrededor de la nada más absoluta. Plenos interminables, de horarios absurdos, desplegados a mayor gloria de encubrir la vacuidad que suele perpetrarse en el orden del día. Que acogen rarezas como esas llamadas propuestas de resolución, donde los grupos compiten en dilatar su pronunciamiento final, incluyendo los numerosos casos en que demoran el descubrimiento feliz de que están de acuerdo en estar de acuerdo. O cuando instan a fantasmagóricas entidades a hacer esto o aquello. Son en realidad resoluciones que nada resuelven pero que parecen ser muy entretenidas y llenan de dicha a sus actores: a veces, cuando alguna se aprueba, se oyen ovaciones. Maravilloso.

En abierto contraste con la mayoría de sesiones parlamentarias, este jueves el Legislativo regional se ha cobijado bajo el espíritu de Lincoln. Fue bueno y fue breve. Un escueto pleno que sirvió para espantarse por la extensión de otros gemelos, donde se sellan acuerdos que nada tienen que ver, por triviales, con la importancia del insólito consenso alcanzado hoy. La unanimidad para buscar entre todos una salida a la crisis que trajo el coronavirus donde, a diferencia de lo ocurrido en Gettysburg, sólo haya un ganador: el porvenir de La Rioja. Un acuerdo alcanzado con parte de sus actores arrastrando los pies, por si acaso estuvieran dando argumentos al rival para que se adorne exhibiendo un triunfo, pero acuerdo al fin y al cabo. Una extravagancia parlamentaria. Con la virtud añadida de cristalizar luego de un hermoso pugilato verbal, donde solo se ha echado en falta la intervención de la presidenta. O Concha Andreu no tenía nada que decir al respecto en sede parlamentaria sobre la región que pilota o ha preferido repartir el protagonismo entre los portavoces que salieron al atril y, también por una vez, compitieron en elocuencia. Su propia EBAU. Con notable general, como ese aprobado que se regala estos días a los bachilleres por las aulas riojanas (qué envidia) y sobresaliente en un par de casos: Raúl Díaz y Alfonso Domínguez. Cuyo brillante desempeño en la tribuna goza de un inconveniente: resaltar todos esos días tan grises que hay que soportar. El tedio que se aproxima.

Hasta que vuelva la plúmbea rutina a narcotizar a los asistentes a cada pleno, procede repasar cómo el consenso alcanzado entre los dos principales partidos del arco parlamentario cristalizó sin que ninguno de ellos tuviera que renunciar a su respectivo ADN. Díaz se puso la camiseta del PSOE, como es de ley, pero adornó su intervención con el don de la magnanimidad. Y Domínguez, otro tanto. El mismo PP que tocó fondo en su desnortada estrategia de huir del acuerdo de Riojafórum y no supo sumarse al generalizado consenso observado durante el debate del estado de la región ha retomado este jueves la senda de la lealtad, primer mérito que debe distinguir a todo partido que sufra el destierro de la oposición. Ambos, como Henar Moreno, Alberto Reyes o Alberto Bretón, que también han derrochado sentido del deber cuando han tomado la palabra, tal vez habían leído antes de ingresar en el Parlamento ese párrafo donde Lincoln, refiriéndose a la cruel batalla que acababa de ganar, parecía estar hablando de la España postcoronavirus: «Somos más bien los vivos los que debemos consagrarnos a la gran tarea que aún resta ante nosotros: que de estos muertos a los que honramos tomemos la devoción incrementada a la causa por la que ellos dieron la última medida colmada del cielo. (...) Estos muertos no habrán dado su vida en vano».

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También puede explicarse el prodigio en que ha consistido este pleno tan ejemplar porque sus señorías hubieran caído rendidas no ante el hechizo no de Lincoln, sino de esa compareciente que, ante la comisión parlamentaria presidida por Nuria del Río (otra diputada que ha merecido el reconocimiento general por la finura con que ha ejercido su responsabilidad), ha dejado esta frase para la historia: «Una vida humana no tiene ninguna certeza, sólo alguna posibilidad». Una hermosa frase para una hermosa mañana, que abre alguna esperanza al optimismo. Porque, como ha concluido el diputado Domínguez, La Rioja merece «un futuro mejor».

Aunque igual hablaba de su partido. O de sí mismo.

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