Justo Rodriguez

Los otros barrios

Frondosos o descarnados, entre cipreses o labrados en piedra, muchos cementerios riojanos merecen una visita | Los camposantos riojanos suelen ser modestos, pero hay excepciones sorprendentes

Pío García

Logroño

Miércoles, 31 de octubre 2018, 09:00

El próximo jueves, 1 de noviembre, miles de riojanos acudirán al cementerio. Algunos llevarán flores, otros se limitarán a rezar una plegaria y habrá quienes, sin profesar fe alguna en resurrecciones, se quedarán unos minutos en silencio frente a la tumba de sus difuntos. Luego saludarán a parientes y conocidos, se despedirán hasta el año que viene y se marcharán a casa o a tomar el vermú, según las ganas de cada cual. Al amanecer del 2 de noviembre, los cementerios riojanos volverán a quedar silentes y olvidados, apartados del caserío, ajenos, como si molestaran (quizá porque nos recuerdan cosas impertinentes, cosas en las que no queremos pensar).

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Zarratón. La ampliación del cementerio dio pie a una obra limpia, de traza muy moderna. :: Justo Rodriguez

Peciña. Necrópolis medieval. :: Justo Rodriguez

Torrecilla sobre Alesanco. La mejor vista del pueblo. :: Justo Rodriguez

Treviana. Capilla románica del cementerio. :: j.r. Justo Rodriguez

San Vicente de la Sonsierra. La tumba del abogado. :: Justo Rodriguez

Alfaro. La solitaria y casi olvidada estela del soldado nazi, a las afueras del municipio. :: Justo Rodriguez

Sin embargo, muchos camposantos riojanos merecen una visita larga y sin prisas, un recorrido introspectivo entre cipreses, nichos y panteones, con la mirada atenta a los cientos de historias que custodian sus muros y de las que, con frecuencia, solo conocemos un nombre y dos fechas (y, si acaso, una fotografía decolorada e inevitablemente triste). Los cementerios antiguos solían plantarse junto a los muros de las iglesias, como demuestran los nichos medievales, pétreos y vacíos, que circundan Santa María de la Piscina, en Peciña. Todavía hay tumbas que aguantan en sus primitivos emplazamientos: hay ejemplos en Villalobar, en Bezares, en Ventosa... Suelen ser municipios muy pequeños (algunos en trance de desaparición) ajenos a las últimas tendencias del urbanismo fúnebre. De entre todas estas sepulturas, ninguna hay tan soberbia (en el mal sentido de la palabra) como la que campea a las faldas del castillo de San Vicente de la Sonsierra. Su lápida, fechada en 1867, reza: «Aquí yace el virtuoso abogado D. Cecilio Quintana Villanueva». En pago a sus muchas virtudes, don Cecilio espera el juicio final contemplando un hermoso paisaje.

Don Cecilio hizo de su capa un sayo y plantó su sepultura donde le mejor pareció, pero el cementerio con vistas es una de las curiosas especialidades riojanas, como si la contemplación de un horizonte despejado aliviase las penas del purgatorio. La mejor panorámica de Alesanco se obtiene, por ejemplo, desde el camposanto de Torrecilla sobre Alesanco y en Morales, pedanía de Corporales, las tumbas se emplazan en un otero que se asoma a los campos de cereal.

En materia de lápidas fúnebres, sin embargo, la más singular quizá se halle a las afueras de Alfaro. Una estela de piedra incorpora una leyenda en alemán: «Hier vergunlückte tödlich am 25.2.1938 im Dienst um ein nationales Spanien Wilhelm Hildebrand». Es decir, que allí murió, el 25 de febrero de 1938, Wilhelm Hildebrand, soldado de la Wehrmacht al servicio del «bando nacional». Al parecer, y según cuentan testigos presenciales, el soldado Hildebrand no murió en combate ni en accidente de avión (el aeródromo pillaba cerca), sino que se estampó con su motocicleta en aquella remota carretera riojana. Se abrió la cabeza, se le fue la sangre a chorros y ahí quedó su estela funeraria, aunque no su cuerpo.

Aunque la mayoría de los cementerios riojanos optan por la modestia en la construcción (un patio entre cuatro tapias), hay algunos de gran porte arquitectónico: la fachada del camposanto de Navarrete o la capilla del de Treviana, ambas románicas y de muy bella traza, merecen una visita; pero también el esfuerzo racionalista del apacible y sereno camposanto de Zarratón, concluido en 2012, nos recuerda que un recinto fúnebre no tiene por qué resolverse con un murete de piedra hecho de cualquier manera.

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Los cipreses señalan dónde se oculta, en pleno bosque, el cementerio de Anguiano. Justo Rodriguez

El ciprés, un árbol ornamental que se convirtió en fúnebre

En los pueblos españoles, los cipreses marcan, con la exactitud de una brújula, el lugar del cementerio. Nadie sabe cuándo el ciprés se convirtió en árbol fúnebre: «Y tampoco es una asociación universal; en los países anglosajones, y en Inglaterra concretamente, el árbol fúnebre es el tejo», explica Francisco Páez de la Cadena, historiador del paisaje y profesor de la UR. «No sabemos en qué momento se empieza a utilizar el ciprés como árbol fúnebre –apunta Páez de la Cadena–, pero sabemos que se empleaba mucho en los jardines romanos para hacer recortes (topiaria) y luego en la Edad Media y en el Renacimiento. La mayor parte de los setos de los jardines renacentistas italianos estaban recortados en ciprés». Aunque en España se han utilizado en ocasiones como planta de replantación (junto con el pino, la sabina y otras resinosas) y también aparecen con relativa frencuencia en jardines públicos, sigue siendo muy poderosa su asociación fúnebre. Quizá por su raíz mitológico: «La historia es algo confusa –narra Páez de la Cadena–. Cyparissus (en latín Cupressus), hijo de Apolo, mató un ciervo por error y al descubrirlo lloró amargamente. Las lágrimas del joven son las exudaciones de resina del árbol y por eso se cree que está relacionado con la pena y el duelo».

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