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En la parte trasera de la casa de Cecilio Medrano en Rincón de Soto, sobre la fachada que asoma a la calle Riazuelo, hay de todo. Hasta una plaza de toros. ¿La ves?, pregunta su dueño. No es un reto fácil. La pared emerge entre el anodino paisaje urbano del municipio como un mural con infinidad de formas y colores, estructuras retorcidas y proverbios crípticos, bajorrelieves y figuras imposibles recubiertas en trencadís de cerámica. «Ahí arriba, a la derecha», informa Cecilio mientras apunta lo que a ojos del profano asemeja una gran lágrima compuesta por minúsculos fragmentos de cristal. «Está partida por la mitad, se me ocurrió cuando prohibieron los toros en Cataluña», detalla sin resistirse a revelar el resto detalles emboscados en ese mismo trozo de pared.
Así es la obra de Cecilio Medrano. Cada pieza, todas sus creaciones. El torrente de una muy particular creatividad en la que todo encaja y todo tiene un sentido propio que acaba de ser reconocido hasta en California. Desde allí, uno de los referentes internacionales en Art Brut como es Jo Farb Hernández, profesora emérita del departamento de Historia del Arte en la Universidad Estatal de San José, ha incluido la obra de Medrano y El Trujal –en origen un molino que data de 1819 donde vive y aglutina buena parte de sus creaciones– en el último volumen de 'Singular Spaces', un ingente inventario que cataloga 144 entornos y autores con un denominador común:el gusto por expresiones artísticas que transitan en la periferia de los patrones clásicos y recurren a materiales muchas veces reciclados o extraídos de la naturaleza para tomar forma.
A sus 74 años y después de una vida dedicada al montaje de neumáticos y la reparación de maquinaria agrícola (entre otras muchísimos oficios y talentos para la forja, la carpintería o la mecánica), Cecilio Medrano se inmuta lo justo ante el reconocimiento. «A mí, lo que me agrada de verdad es cuando vienen excursiones de chavales o autobuses desde Logroño, Cantabria o hasta de San Sebastián a ver la casa», confiesa. «Les abro a todos las puertas de mil amores y les enseño todo lo que hay, que no es poco», dice mientras da ejemplo haciendo de guía por su domicilio donde es casi imposible encontrar un centímetro cuadrado despejado. Y es que, además, Cecilio es un redomado coleccionista. Sobre todo de espadas de diferentes tipos y épocas –«unas 260 tendré, con certificado de autenticidad y todo»– que cuelgan de todas las paredes o reposan por las esquinas.
En lo que se muestra más reticente es en identificarse como artista. «Eso son palabras mayores; yo soy un simple aficionado, un atodidacta sin más formación que lo que leo y observo». «Me encanta Dalí y también Gaudí, claro está», informa, «pero cuando me remango, no sé cómo decirlo, soy yo mismo, me sale de dentro».
Su afición viene de lejos. «De muy mocete ya hacía mis cositas en una bodeguita que tenían mis padres», recuerda Cecilio. «Cogía piedras del río que me llamaban la atención, algunos hierros que encontraba por la calle porque nunca tiro nunca nada y todo me viene bien, y construía piezas pequeñas. Al ir haciéndome mayor también me he atrevido con cosas más grandes». Lo que apenas ha variado desde entonces es el proceso y la inspiración de sus creaciones. «La naturaleza me llama mucho», relata. «Veo algo en el campo, o en la huerta a la que voy casi a diario y de pronto, suena un 'clic'; cojo a lo mejor unas canicas que tengo por aquí, unos cojinetes de las eólicas por allá o algunos anemómetros que alguien me regaló y pim pam, fuego, todo encaja». Las únicas premisas, los pocos límites que se impone son estéticos. «Me atraen muchísimo los automatismos. Y la luz. Y sobre todo lo curvo. Las líneas rectas no dicen nada, lo que llama la atención a la gente es el movimiento, los volúmenes».
La pasión de Cecilio no se limita a un espacio ni a una disciplina. Además de El Trujal, una lonja en la calle Cascajuelo ejerce de galería donde acumula 450 lienzos que no tiene intención de vender y, poco más allá, un almacén atiborrado de cachivaches hace las veces de taller en el que ahora mismo está dando forma a una escultura de gran tamaño que, por supuesto, no estará fija sino que girará sobre un soporte que va montando también en paralelo. Su obra se extiende más allá repartida por la bodega Viñedos Real Rubio, en Aldeanueva de Ebro, o las calles de su pueblo. Por diferentes rincones asoman desde una pera gigante con decenas de peras dentro hasta unos icónicos bancos de madera y hierro donde peregrinos y vecinos descansan, quizás, sin saberse sentados sobre la obra de un artista fuera de lo común.
El Trujal no es la única referencia riojana que ha merecido ser destacada en 'Singular Spaces'. El primer volumen del prolijo trabajo de Jo Farb Hernández incluyó la tumba de Fernando Gallego Herrera ubicada en el cementerio de Logroño. Diseñada, construida y trasladada hasta el camposando por el propio Gallego Herrera, la imponente tumba de más de ocho metros de altura condensa una heterogénea combinación de estilos, materiales y referencias que revelan la singularidad de su propietario: el ingeniero, inventor, abogado y humanista fallecido en 1973 y conocido como 'El Ruso' por su estancia en la URSS y un cosmopolitismo que le llevó a dar la vuelta al mundo recopilando piezas y recuerdos de las que se rodeó en su vida y su muerte.
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