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Yo conozco a un terraplanista. Un agricultor riojano, ya jubilado, que dominaba el arte de sembrar y cosechar, pero al que no le cabía en la cabeza que la tierra fuese esférica. Veía extenderse ante sí los viñedos de la ribera del Ebro, con la ... sierra de Cantabria a un lado y los montes de la Demanda al otro, extendía su manaza y decía: «Qué demonios va a ser redonda». Uno podía hablarle de la Nasa, de los astronautas, de las fotografías tomadas desde la luna, pero aquellos argumentos definitivamente exóticos chocaban con su intuición personal, educada en la labranza infatigable de campos ondulados que no parecían describir curvatura alguna. Aquel terraplanista -cuyo nombre omito porque aún vive, es un buen tipo y no merece que le caiga chorreo alguno- no debería inquietarnos demasiado: siempre ha habido personas tan apegadas a la tierra y a sus propias experiencias que ni siquiera tienen tiempo para reflexionar sobre asuntos que les resultan esotéricos, confusos y en última instancia inútiles.
Pero en los últimos años, y de manera sorprendente, la tribu de los terraplanistas se está multiplicando gracias a Youtube y a las redes sociales. Son vídeos apocalípticos, estupefacientes, pero que a veces caen en tierra fecunda gracias a la afición moderna por los complots y las teorías ocultas. Los mecanismos psicológicos de los conspiranoicos los vuelven casi invulnerables, hasta el punto de que zanjan cualquier argumento, por racional que resulte, con un despectivo 'eso es lo que ellos quieren que creas'. Y en ese ellos se esconden los americanos, los rusos, los chinos, la CIA, las empresas farmacéuticas, las grandes multinacionales, Amancio Ortega, el Papa, los medios de comunicación, la Nasa, Stephen Hawking, Google y hasta los Simpson. Cada cual puede escoger su malo favorito y adjudicarle el mérito de haber impulsado una gran conspiración universal. No resulta extraño comprobar cómo entre los terraplanistas abundan también los antivacunas y los devotos de las terapias alternativas, aunque sí sorprende el éxito de un movimiento tan antediluviano: según un estudio publicado por YouGov, el 33% de los jóvenes estadounidenses entre 18 y 24 años «no están seguros» de que la tierra sea esférica. El canal en español de Oliver Ibáñez, un joven youtuber terraplanista, autor del libro Tierra plana. La mayor conspiración de la historia, tiene... ¡más de 350.000 suscriptores! Y va creciendo. La cifra escandalizó al astronauta Pedro Duque, hoy ministro de Ciencia, que en el 2017 publicó un tuit en el que se confesó «alucinado» por la pervivencia, en el siglo XXI, de tesis tan descabelladas. La respuesta que le brindó Ibáñez ejemplifica bien ese modo estrambótico de pensar: «La gente cree que la Tierra es plana e inmóvil porque así lo indica el método científico y la simple observación. La Tierra bola, en cambio, está basada en teorías que jamás se han comprobado y en imágenes fraudulentas creadas por ordenador». Asomarse a la cuenta de twitter de Ibáñez resulta una experiencia regresiva abrumadora, como si de repente le hubieran dejado un ordenador a un fraile cazurro del siglo XII. Dice, por ejemplo: «Dios impidió la construcción de la Torre de Babel porque los humanos pretendían literalmente 'alcanzar el cielo' (Génesis 11). La ISS (Estación Espacial Internacional) orbita a 400 km de altura y constantemente están lanzando cohetes al espacio exterior. Ambas historias son incompatibles. Una es falsa». En eso tiene razón: una es falsa. El problema no es que Oliver, que se sigue creyendo el Antiguo Testamento a pies juntillas, piense que la falsa es la segunda; el problema es que 350.000 personas le hacen caso.
¿Se puede discutir con alguien así? Quizá no merezca la pena; pero debemos evitar que su lluvia, por fina que sea, vaya calando. Y en esta batalla, como en tantas otras, nos pueden ayudar los filósofos griegos. Sin necesidad de recurrir a imágenes de la Estación Espacial Internacional o a la experiencia de los astronautas, sin ordenadores ni telescopios, sin complejas ecuaciones matemáticas, hace unos 2.500 años, Aristóteles, Eratóstenes y compañía supieron ver que la Tierra era, en realidad, una bola.
Resulta difícil saber quién fue el primer sabio que intuyó la forma esférica del planeta. Pitágoras de Samos (569-475 a.C.) probablemente ya llegó a esa conclusión, pero como no dejó textos escritos no podemos saberlo con exactitud, aunque sus seguidores así lo mantenían. Quizá también lo hiciera Parménides de Elea (nacido hacia el 530 a.C.), pero lo que está fuera de toda duda es que Aristóteles (384-322 a.C.) ya lo sostenía con firmeza. El filósofo de Estagira, preceptor de Alejandro Magno, ofrecía en su libro Sobre el cielo dos sencillas explicaciones que hoy mismo podríamos oponer a cualquier terraplanista entusiasta que colgase vídeos conspirativos en Youtube:
a) La prueba de los eclipses. Aristóteles sabía que los eclipses lunares se producían porque la Tierra se interponía entre el sol y la luna. Cuando sucede un eclipse, la Tierra proyecta su sombra sobre la luna; si hubiese sido plana, solo en una ocasión (cuando el sol estuviese justo debajo del centro del disco plano terráqueo) la sombra sería circular. En todos los demás casos, la sombra debería ser alargada, con forma de elipse.
b) La prueba del barquito. Esta es incluso más sencilla de verificar. Basta con sentarse en la orilla del mar y ver cómo se acerca por el horizonte un barco velero. Si la tierra fuese plana, sus rasgos se irían definiendo poco a poco, y ante nuestros ojos aparecían a un mismo tiempo el casco y las velas. Sin embargo, no sucede así: lo primero que asoma por el horizonte marino siempre es el mástil. Una prueba irrefutable de la curvatura del planeta.
Un siglo después de que Aristóteles zanjase el asunto, Eratóstenes de Cirene (276-194 a.C.) fue un paso más allá y se atrevió a medir el diámetro de la Tierra. Lo consiguió con admirable precisión (apenas se equivocó en un 10%) al relacionar la sombra diferente que el sol provocaba en dos ciudades egipcias, Asuán y Alejandría, que distan entre sí unos 900 kilómetros. Desde entonces, pocos eruditos se atrevieron a dudar de que el planeta fuese esférico. Ni siquiera en la época medieval o en el orbe católico: San Agustín y Santo Tomás de Aquino lo daban por supuesto. A Galileo Galilei no lo procesaron por sostener que la tierra fuese una bola, como a veces se dice erróneamente, sino por pretender que nuestro planeta gira en torno al sol (algo que, por otra parte, ya sostuvieron los antiguos pitagóricos). Magallanes y Elcano habían logrado dar la vuelta al mundo en barco cincuenta años antes de que Galileo naciera en Pisa.
Y sin embargo, 2.500 años después, los terraplanistas han regresado. Han montado incluso una sociedad para defender sus extravagantes postulados. Dan un poco de risa, como en el tuit que cierra este artículo, pero ellos se lo toman en serio y son muy perseverantes. El diario Las Provincias informaba en marzo que un ciudadano británico residente en Benidorm, Howard Stirrup, ofrecía 10.000 dólares a quien le diese pruebas fehacientes de que la Tierra era redonda. Aristóteles, que no necesitaba telescopios ni ordenadores para pensar, hubiera podido hacer un buen negocio.
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