Los años perdidos
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«Harto bien veo y maldigo / el fatal suceso / de una triste y vergonzosa derrota / que nos arrebató el cielo» (JOHN MILTON, 'EL PARAÍSO PERDIDO')Hasta los más acérrimos incondicionales de Pedro Sanz reconocían cuando procedió al traspaso de poderes que los últimos cuatro años de su mandato (2011-2015) habían sido años malgastados. Algunos de sus críticos, que por entonces empezaban a levantar la voz, iban más ... lejos. A su juicio, las dos últimas legislaturas, incluyendo por lo tanto el cuatrienio 2007-2011, habían dejado bastante que desear. Y sostenían que la crisis económica imperante, junto al desgaste propio de tantos años en el Palacete, había bloqueado el funcionamiento de la Administración, donde se notó una tendencia a la parálisis que sintonizaba mal con el vigor que había distinguido siempre al expresidente, atributo que le reconocían incluso quienes le detestaban, dentro y fuera del PP. Una inclinación hacia la atonía que le condenó a un triste desenlace: que sus evidentes éxitos quedaran eclipsados en el balance final por sus errores.
Aquel primer Sanz había pasado a la historia. El análisis de su tambaleante legado amenazaba con olvidar sus conquistas para centrarse en el lado oscuro: un partido roto, que sólo su liderazgo cohesionaba. Y un Gobierno al ralentí, con los delfines más preocupados en labrarse su futuro que en mejorar el porvenir de La Rioja y un funcionariado resignado a limitarse a administrar el gasto corriente, sin observar en el horizonte cercano aquellos proyectos de región que habían sido norma y que pudieran unificar tantos esfuerzos dispersos, presididos por un suplemento de apatía que resultó ser la antesala del retroceso electoral. El adiós a las mayorías absolutas fue el adiós de Sanz, incapaz además de gestionar su sucesión,porque nunca supo acertar con el momento adecuado para irse. Y no sólo él pagó su falta de visión política: el conjunto de La Rioja salió lastimada.
Esa herencia recibió José Ignacio Ceniceros. A quien Sanz pensó (error, inmenso error) que podía controlar como su marioneta pero que desde que conquistó el trono del Palacete se zafó de su mentor para implantar un modelo de Gobierno que se alejara de los usos de su predecesor, al que fue arrinconando sin disimulo. Dirigente desconfiado, Ceniceros sólo aceptaba ser orientado por un reducido grupo de escogidos, que apenas le sirvieron en la tarea principal con que asumió la Presidencia: dotar a la región de una inercia distinta, más horizontal. Menos autoritaria, más tendente a la transversalidad, que se convirtió en la palabra de moda. Y, sobre todo, imprimir a la Administración que heredaba un ritmo superior, una dinámica ganadora que huyera de esa última legislatura durante la cual La Rioja encalló.
Al antecesor de Concha Andreu le ayudaron poco unos cuantos aliados que salieron a su encuentro. El primero, su socio parlamentario: Ciudadanos aportó su propia cuota veleta a las tareas de Gobierno, sin atinar con un discurso propio que aclarase sus frecuentes incoherencias hasta ejercer en el Legislativo el triste papel de perro del hortelano, con funestas consecuencias para los administrados. Contribuyendo al naufragio del proyecto Ceniceros, aunque debe concluirse que el presidente fue el peor enemigo de sí mismo: su asalto al liderazgo del PP terminó de escindir el partido en dos mitades. Inhábil para gestionar su éxito en el congreso de Riojafórum con la generosidad que prometía, acabó dedicando a castigar a sus rivales el tiempo y la energía que pudo destinar a perfeccionar la hoja de servicios de Sanz. Objetivo en el cual también fracasó.
Su derrota en las elecciones del 2019 tuvo bastante de histórica, porque no sólo liquidó medio siglo de reinado del PP sino porque perdió en cada una de las visitas a las urnas de ese funesto año para sus intereses, mientras sus colaboradores competían con él en irresponsabilidad encogiéndose de hombros. Y ahí siguen. Lo cual sería lo de menos si el resultado de tan mejorable gestión sólo afectara a sus siglas: lo terrible de su mandato es que el estigma del fracaso alcanzó al conjunto de la región. Sus cuatro años de mandato engrosaron la sombría cuenta de años perdidos para la región, que dejó de competir con sus pares a nivel nacional e internacional (como reflejó su declive en la clasificación europea por territorios, hasta convertirse en una medianía) y se ganó una inquietante fama. La Rioja, ese sitio donde nunca pasa nada. Que perdió población y perdió algo peor: atractivo. La penosa administración de la crisis saldada con la huida de Altadis, joya de la corona del tejido empresarial de la región, vale como símbolo de un mediocre modelo de gobierno que justificó el futuro que ya se adivina avanzado su mandato: el regreso del PSOE.
Andreu, con la inestimable ayuda de Francisco Ocón, cuyos servicios se pagaron con la moneda de la traición tan habitual en la vida política, llegó al Gobierno con una sobredosis de energía que duró poco. Las tensiones del verano del 2019 para tejer el pacto con Unidas Podemos que permitieran un cambio de guardia en el banco azul, con episodios bochornosos que no deberían olvidarse, prologaron un año de continuos sobresaltos, dotado por una exagerada cuota de irresponsabilidad y traca final con crisis de Gobierno en medio de la feroz pandemia, en diferido y por entregas. Un modelo de gestión política que nunca se estudiará en las escuelas de negocios como caso de éxito. Cuyo balance, siendo útil para los intereses de Andreu (rodearse de un grupo de colaboradores donde prime la adhesión incondicional y se esquive la autocrítica), será difícil que satisfaga los intereses de la ciudadanía. Esos perplejos administrados que merecen bastante más que la invitación a resignarse que emana de sus dirigentes. Trescientos mil riojanos que searriesgan a otros cuatro años perdidos, salvo que lo evite la lluvia de millones que anuncia Bruselas. Una región entera esperando un milagro. Como discurso perdedor, insuperable.
P. D. Los estudiosos del enigmático cuadro que ilustra estas líneas discrepan sobre qué quería decirnos su autor con la imagen de ese perro, a punto de hundirse en la nada. En el puro vacío. Hay quien atribuye el aire inexpresivo del protagonista a la perplejidad que dominaba a Goya mientras lo pintaba. El semblante de quien no entiende nada. Que en algo recuerda al espíritu con que los riojanos despiden al 2020, otro año perdido. Resignados.
Porque lo nuestro es pasar.
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