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La historia de Sara mana de la boca de su madre como un torrente de lágrimas. Una vida al límite, en la periferia de lo que consideramos 'lo normal', y que acabó repentinamente el pasado 7 de mayo. 33 años «y una neumonía como la de una persona de 80», recuerda su progenitora que le explicaron los médicos del hospital San Pedro.
En la plaza Donantes de Sangre de Logroño, un altar elaborado por los que convivían con ella en el parque, con flores, detalles y una foto, recuerda a Sara. Pero su madre quiere que su historia no caiga en el olvido y, sobre todo, que su travesía sin rumbo sirva para ayudar a otros y, sobre todo, para que recordemos que detrás de cada desgracia hay una persona.
«Cuando se te acerca un indigente, te causa repulsa. Al verle, nos olvidamos de que es una persona y de que, si pudiera, no estaría ahí», asegura. «No era un asco de persona que estaba en la calle. Había sido un bebé, una niña, una personita que quería y odiaba, que reía...», dice.
A Sara, una joven riojana, las aguas turbulentas de la vida le llevaron hasta ese parque, donde decidió asentarse cuando conoció a un hombre que se convirtió en su pareja y que diariamente vela por su recuerdo. «Ahí decía que era feliz. Quería creerla, pero durante mucho tiempo desayunaba con un brick de vino. Eso no puede ser felicidad», dice con amargura.
Para ella, la historia de Sara se torció en la infancia, en un ambiente marcado por problemas matrimoniales y una madre oprimida por los celos, a pesar de que nunca llegó a denunciar a su marido.
Pero, a los 17 años, cuando ese vínculo se rompió y Sara pudo elegir, prefirió quedarse con su progenitor: «En una discusión le dije que en mi casa había normas y ella me respondió que en la de su padre, las normas las ponía ella. Y se fue». En ese momento se le diagnosticaron problemas de salud mental. Sus idas y venidas («aparecía destrozada físicamente y, cuando se recuperaba, volvía a marcharse», explica su madre) tensaban más las relaciones. «Busqué ayuda en todos los sitios, en todos los centros. Acabó con mis ahorros. En el fondo era muy buena, pero no podía con ella», llora su madre. «Hay gente que nace con estrella y otras que nacen estrelladas. Sara era de las segundas», alega.
En la plaza Donantes de Sangre encontró su lugar en el mundo. Durante un tiempo, hasta dormía allí, pero la Policía Local los desalojó y entonces encontró junto a su pareja, a la que conoció en el mismo parque, una habitación en una casa compartida. Allí dormían, pero la plaza era su vida y allí su pareja y sus amigos han levantado un pequeño memorial con flores y plantas para que la historia de Sara no acabe en el olvido.
De la habitación en la calle Cigüeña se la llevaron a Urgencias a principios de mayo. No salió. Antes lo había intentado. Ingresó en Proyecto Hombre, siguió un año de método pero, cuando ya había superado el tratamiento de choque y le tocaba volver a enfrentarse con la vida, otra vez tropezó. No fue la última. «Logré una plaza en una residencia y el día que tenía que ingresar, apareció borracha y no quisieron cogerla. Ese día me marché sin echar la vista atrás. No lo podía evitar, ella me dijo que no sabía lo que hacía, pero yo no podía más», cuenta entre sollozos.
Solo la volvió a ver en el hospital, cuando tras unos días en la UCI le llamaron para explicarle su situación. «Era el día de la madre. Entré cuando me decían que ella estaba inconsciente y le pedí que me felicitase, como siempre hacía el primer domingo de mayo, aunque estuviésemos enfadadas. Le dije que me hacía falta y a ella se le cayó una lágrima. Sé que me oyó y eso es lo bueno que me queda, que se marchó sabiendo que la quería», llora.
A pesar de todo, la madre de Sara estaba intentando lograr la tutela de Sara. «Fue un año y medio de proceso», rememora. Demasiado tiempo. «Falleció un viernes. El lunes siguiente me llegó la citación del juzgado», se lamenta. Tampoco recibió el ingreso mínimo vital «porque la trabajadora social decía que bebía, pero también comía».
«Mi hija ha fallecido por causas naturales, pero ha sido víctima de todo lo que le ha pasado en 33 años. Lo pudo tener todo y no lo quiso. Decidió vivir una vida fácil y yo solo quiero decir que no era una mendigo, una sintecho, un asco. Era una persona muy buena a la que todo se le torció», sentencia su madre.
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Mikel Labastida y Leticia Aróstegui (diseño)
Óscar Beltrán de Otálora y Gonzalo de las Heras
José A. González y Álex Sánchez
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