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Hay algo insólito en Pablo Hermoso de Mendoza. En su cabeza senatorial, de filósofo que añora darse paseítos sin prisas por el ágora, anidan ideas extrañas para un político, casi inconcebibles. Eso resulta vivificador, aunque un psicoanalista nos diría que oscuramente no quiere repetir, que ... está harto de ser alcalde, que anhela abandonar la vara cuanto antes y que en el fondo ya se ve colgado en el salón de retratos, a cuatro pasos de Cuca y a siete de Tomás Santos.
Hermoso de Mendoza habla bien, pese a que tiene la manía de decir palabras esdrújulas que acaban en polis. Uno diría que ha leído a Séneca y a Cicerón, aunque quizá hubiera tenido que prestar más atención a las palabras de otro ilustre filósofo político, Pedro Sanz, al que ahora el PSOE colma de agasajos, llenándolo de medallas y toisones. En una entrevista concedida a este periódico, el expresidente Sanz confesó que se llevaba muy bien con Hermoso de Mendoza y dejó caer un consejo: «Yo no sé si a largo plazo su modelo es bueno para la ciudad, pero en política hay que prestar atención a las elecciones».
La frontera que separa la temeridad de la valentía no es una zanja abismal, sino una línea leve y borrosa que con frecuencia solo se identifica a posteriori. Las calles del éxito y del fracaso sí que son abiertas y a veces no basta con tener una buena idea; se necesita también una estrategia.
Entre andar todo el día de campaña y olvidarse por completo de las urnas debe de haber un término medio. La ciudadanía es, por definición, conservadora y necesita tiempo para acostumbrarse a los cambios, sobre todo si entrañan molestias, ruidos, obreros y menos aparcamientos. Ya nadie se imagina cómo era la calle Portales con coches, pero en su momento aquello pareció el fin del mundo y solo cuando las nubes de polvo se evaporaron la gente descubrió que había merecido la pena.
El alcalde defiende con energía su modelo de ciudad, y hace bien. Pero estirar las obras en las calles justo hasta el momento de depositar las papeletas en las urnas es una operación de alto riesgo, como celebrar una fiesta en casa cuando te están reformando la cocina y los baños y te tropiezas por los pasillos con un albañil tan familiar que dan ganas de llevárselo de vacaciones a Salou. Los ciudadanos tal vez hubieran necesitado un par de meses de tranquilidad, si acaso con algún remate menor en las obras, para asumir los cambios y atisbar, sin enfados ni urgencias, el horizonte que proponen Hermoso y Caballero. Votar entre cascotes no suele ser recomendable y eso lo sabe bien Alberto Bretón, que ha decidido presentarse al Ayuntamiento porque piensa que ahí le será más fácil rascar bola que en el Parlamento.
No creo que Pedro Sanz haya leído a Catulo y a Virgilio –de la cuota clásica se encargaba Emilio del Río–, pero en esto puede que tenga razón: hasta los políticos menos convencionales deberían prestar atención a las elecciones, aunque hagan bien en no obsesionarse con ellas. La fortuna ayudará a los audaces, pero la imprudencia arruina las ideas, aunque sean buenas.
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