José Ramón Pérez Sáenz, prior de Yuso, en el claustro del monasterio Sonia Tercero
José Ramón Pérez Sáenz I Prior del monasterio de Yuso

«La Academia no puede tener las Glosas encerradas»

Después de vivir doce años en Roma como vicario general de los agustinos recoletos, Sáenz volvió en 2022 a San Millán: «Ha sido un cambio fuerte, sí»

Pío García

Logroño

Domingo, 20 de abril 2025, 08:22

En un día frío pero radiante, con la cumbre nevada del San Lorenzo en el horizonte, José Ramón Pérez Sáenz (Manjarrés, 1960) atiende a Diario ... LA RIOJA. Pérez Sáenz regresó hace dos años a Yuso tras haber ejercido de provincial en España y de vicario general de los agustinos recoletos en Roma. Mientras el prior posa para la fotógrafa en el claustro, los turistas comienzan a entrar en el monasterio con ese aire, entre despistado y sobrecogido, de quien entra en un lugar marcado por siglos de historia y devoción.

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– ¿Cómo lleva la invasión de turistas? ¿Molestan mucho?

– No; a la vida de la comunidad no afecta mucho. La parte del monasterio en la que vivimos está un poco más aislada y el ruido no molesta. Puede ser que en el monasterio haya mucha gente, pero uno entra al claustro y siempre siente el silencio.

– ¿El claustro es su lugar favorito del monasterio?

– Bueno; es un sitio que da paz.

– ¿El contacto con la gente les distrae o les aporta?

– Nos aporta.

– ¿En qué sentido?

– En todos los sentidos. Estar en contacto con la gente nos ayuda a todos; nos hacemos partícipes de sus preocupaciones, de sus intereses, de sus sufrimientos. Eso hace que nuestra vida esté situada en la realidad. Nosotros tratamos de acercar a Dios a las personas y a las personas a Dios.

– Cuándo se tropieza con los turistas, ¿siente que lo miran como a un bicho raro?

– Cuando voy con el hábito sí... Les llama la atención. Se acercan, saludan, preguntan cuántos monjes estamos, qué hacemos. Así ven que esto no es solo un lugar turístico, de riqueza cultural, sino algo más.

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– Además de por su vinculación con los orígenes del castellano, una de las razones por las que la Unesco proclamó a San Millán Patrimonio de la Humanidad fue por ofrecer un insólito ejemplo de continuidad de la vida monástica. Hay monjes desde el siglo VI. ¿Eso puede estar llegando a su fin?

– Creo que no. Estas situaciones se han dado ya en otros momentos de la historia, aunque quizá no tan marcadas. Vivimos en un momento de repliegue: se cierran comunidades, se reduce el número de religiosos... Pero creo que vendrán otros tiempos. Para nuestra orden, esta casa es importante, muy significativa. Y la propia Iglesia española tiene interés en que eso continúe así por la relevancia de San Millán para la cultura de la región y del país.

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– ¿Cómo le llegó a usted la vocación?

– Yo entré al Seminario con once años, pero no fui porque ya entonces quisiera ser fraile, sino porque había muchos frontones. En Manjarrés solo había un frontón pequeño y los mayores no nos dejaban jugar, así que cuando nos ofrecieron la posibilidad, ni lo dudé. Luego el contacto con los estudios, con los frailes, fue suscitando en mí ciertas inquietudes por la vida religiosa.

– ¿A qué edad decidió ser monje?

– Yo era músico y una Semana Santa me mandaron aquí, a San Millán, a tocar el órgano de la iglesia. Tendría dieciséis años. Conocí al padre Joaquín, un padrecito mayor, que andaría por los ochenta años y había vivido en China, y lo vi alegre, feliz. Eso me hizo sentir la llamada de Dios.

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– ¿Y usted ha sido feliz o no tanto?

– Sí; he sido feliz. En la vida hay momentos de amargura, de dolor y sufrimiento, pero yo me siento feliz.

– ¿En todo este tiempo ha tenido crisis de fe o momentos de abandono?

– Sí; esos los tenemos todos. Tanto como crisis de fe no, pero momentos de dificultad y de sentirse solo, sí. Esos momentos, llámalos crisis, son los que nos permiten crecer y avanzar. Eso le pasó al mismo Cristo en la cruz, cuando dijo: «Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado». Luego te das cuenta de que no es así.

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– Una comunidad de monjes es, en definitiva, un grupo de hombres que viven juntos y comparten muchas horas. ¿Es muy difícil la convivencia?

– No. En todos hay buena voluntad. Es verdad que siempre hay genios más fuertes que otros y en ocasiones chocan, pero también hay luego reuniones para aclarar cosas, para pedir perdón...

– Al prior de un monasterio como San Millán, con tanta actividad de todo tipo, ¿le queda tiempo libre?

– Poco...

– ¿A qué le gusta dedicarlo?

– Tengo un pequeño huerto, con unas verduras, unas lechugas, unos tomates... Algo de tiempo le dedico a eso.

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– ¿Y la televisión?

– A veces me gusta ver el fútbol. Un ratito, ni siquiera todo el partido. Después de la cena, nos quedamos media hora o cuarenta minutos toda la comunidad conversando, compartiendo nuestras cosas y luego aún llegamos a ver el final de algún partido.

– ¿Cuál es su equipo?

– Yo de crío era del Athletic de Bilbao porque en mi pueblo el patrón es San Mamés. Pero luego, cuando lo de la ETA y el terrorismo, sin renunciar del todo a esa simpatía me hice del Madrid.

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– ¿Sigue con la afición por la pelota?

– Sí, también la sigo. Lo que pasa es que dan los partidos a unas horas tan inconvenientes... Ahora he estado atento al mano a mano entre Zabala y Darío.

– Usted llegó a San Millán después de haber vivido doce años en Roma como vicario general de la orden. ¿Eso se pide o se lo mandan?

– No; eso no se pide. A uno lo mandan.

– ¿Y cómo se lo tomó? El cambio tuvo que ser fuerte.

– Uno entiende que está para servir y si ahora me necesitan más aquí, pues aquí venimos. Cuando era provincial y tenía decisión sobre las comunidades, me gustaba ver que los frailes estaban dispuestos a asumir un proyecto, a moverse... Así que, después de doce años en Roma, cuando mi superior me comunicó que me necesitaban en San Millán, no tuve herramientas para negarme. Pero el cambio ha sido fuerte, sí.

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– ¿Cómo se lleva eso de tener siempre la maleta preparada?

– Desde la formación ya nos preparan para eso. Aunque a uno, instintivamente, a medida que va avanzando en la vida le gusta más la estabilidad y le cuestan más los cambios. Pero al final uno se da cuenta de que eso enriquece porque te desinstala: hay que comenzar otra vez de nuevo.

– ¿Lo monjes se jubilan?

– No. ¡Ojalá! (ríe) A la medida de las posibilidades de cada uno, siempre hay cosas que hacer.

– Ser prior de San Millán supone tratar mucho con políticos. ¿Cómo lo lleva?

– Con mucha paciencia. Desde las cosas más elementales; parece que el tiempo de uno no valga nada y el de los políticos sí. A veces cuesta un poquito, pero bueno.

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– ¿Confía usted en ver las Glosas en el monasterio?

– Yo creo que sí. La Real Academia de la Historia no tiene argumentos fuertes para decir que no cede temporalmente el códice, con las garantías que requiera para que no se dañe en los meses que pueda estar en el monasterio. Hay que entender que lo que guarda la Real Academia, como lo que guarda el monasterio, es patrimonio de todos. Todos tenemos derecho a poder disfrutarlo. Tenerlo encerrado impide el ejercicio de ese derecho, que debería prevalecer, con las garantías que sean necesarias.

Los cambios de la Iglesia

– Ustedes forman parte de una orden, pero trabajan en una diócesis. ¿Hay roces entre ambas instituciones?

– En general no; hay buen entendimiento. La diócesis ha de respetar la condición del religioso, que no es solo un sacerdote, sino que tiene otros compromisos de vida comunitaria, lo que hace que su disponibilidad sea más limitada. Pero también la comunidad tiene interés en asumir los proyectos pastorales de la diócesis.

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– La enfermedad del Papa nos ha tenido a todos con la vista puesta en Roma. Usted ha vivido mucho tiempo allí. ¿Es la política vaticana tan sutil y enrevesada como se dice?

– Bueno, a veces se matizan mucho las noticias y hay que saber leer entre líneas. Pero ya hemos visto que al papa Francisco le gusta decir las cosas claras: si está enfermo, está enfermo. Creo que él se estará midiendo las fuerzas y si en un momento dado él descubre que no puede llevar a cabo su misión, renunciará. Pero ese momento no ha llegado aún. Hay que darle tiempo al tiempo.

– La dimisión de Benedicto le pilló a usted en Roma. ¿Se vivió allí con la misma sorpresa que aquí?

– Fue un shock para todos, pero mostró la valentía y el sentido común de Benedicto, quizá por lo que había vivido antes. Creo que le marcaron mucho los últimos años de pontificado de Juan Pablo II, cuando veía que estaba el Papa pero no gobernaba el Papa, sino que era la curia la que manipulaba todo. Y él, Ratzinger, formaba parte de esa curia. El problema es que uno debe renunciar cuando todavía está bien y puede tomar esa decisión. Eso lo meditó muy bien Benedicto, aunque no se lo dijo a nadie. Nadie lo esperaba. Impactó mucho su discurso de despedida, en el que dejó claro que la Iglesia no es el Papa ni los obispos, sino que es de Dios y todos cumplimos nuestra misión.

– De Juan Pablo II a Benedicto, de Benedicto a Francisco... Desde fuera, parece que la Iglesia va dando bandazos. ¿Cómo lo viven ustedes desde dentro?

– Se da uno cuenta de que cambia un poco el rumbo y la dirección porque la situación lo requiere. El cambio de Juan XXIII a Juan Pablo II fue fuerte porque la Iglesia lo requería, aunque había una continuidad básica con el Concilio Vaticano... Al principio se comienza con mucha fuerza y empuje, pero al perpetuarse en el tiempo esa impulso se va perdiendo. En treinta años las cosas cambian, aunque el que está en el gobierno a veces no se da cuenta y por eso vienen esos bandazos o como quieras llamarlos. Lo mismo ocurrió con Benedicto: él impulsó una reforma pero quizá no vio un apoyo en la curia para llevarla adelante y esa fue una de las razones de su renuncia. Pensó que otro, con nuevas ideas, podía llevar a cabo esa reforma con más fuerza.

– ¿Y cuál será el legado de Francisco?

– Es difícil decirlo porque son muchas cosas. Una cosa importante es buscar la coherencia en la Iglesia, sobre todo en aquellos que tienen responsabilidad. Llámalo coherencia, transparencia o una vivencia más clara del ideal evangélico. Otro gran aporte ha sido la lucha contra el clericalismo. Hay que dar participación a todos. Eso la Iglesia lo necesitaba y se ha visto en gestos y en símbolos. Con Juan Pablo o con Benedicto, el estamento clerical (curas, religiosos) siempre tenía preferencia en las audiencias y podía acercarse al Papa. Ahora, con Francisco, la preferencia la tienen los laicos. Al final, el clérigo que está en Roma ve al Papa muchos días, pero el que ha llegado de peregrino solo lo hace una vez en la vida. Son esos pequeños gestos.

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– ¿Y cree que su sucesor seguirá por el mismo camino?

– Sí. El Espíritu buscará al que tenga continuidad para ir avanzando hacia adelante. Aunque siempre hay fuerzas, como en toda sociedad, que se resisten al cambio.

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