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Una vez, en la carrera, se rumoreó que el profesor de Literatura Universal Contemporánea, que era un sabio venerable y una buena persona, iba a darnos un aprobado general. Los pedagogos del Ministerio de Educación quizá se sorprendan al conocer que aquella noticia no propició ... que todos nosotros, liberados al fin del yugo estalinista del suspenso, nos embarcásemos con la mayor ilusión y una enorme iniciativa en el descubrimento personal de las grandes obras de Mann, de Dostoievski o de Mauriac.
Extrañamente, sucedió lo contrario: bastó aquel vientecillo que corrió de oreja a oreja para que esa asignatura, que era una de las más bonitas y apetecibles de la licenciatura, quedase inmediatamente arrinconada en una esquina de nuestros cerebros, sin que nadie le prestase ya la más mínima atención. Muchos incluso dejamos de bajar a clase. Siempre había cosas más importantes que hacer: jugar un partido de futbito, tomar un pincho de ensaladilla rusa en la cafetería, poner el despertador una hora más tarde, salir a correr por el parque, estudiar alguna otra asignatura, qué se yo.
Aquella lejana historia me ha venido a la mente al conocer la reforma educativa que plantea el Gobierno. Hay en ella cosas que me parecen interesantes e incluso necesarias. Todo lo daría por bien empleado, lo confieso, si en las clases de Lengua los alumnos dejan de practicar autopsias a frases prefabricadas para animarse a escribir las suyas propias. Uno siente pavor al comprobar cómo muchos chavales acaban el Bachillerato sin saber juntar sujeto, verbo y predicado porque se han pasado toda la educación obligatoria despiezando subordinadas como carniceros del idioma, poniéndose el mandil perdido con la sangre de los lexemas, los sintagmas copulativos y las aliteraciones, que lo dejan todo hecho un asco.
A mí me gustaría mucho que se decretase el final de muchos planes de estudio plomizos y desvencijados, capaces de enterrar cualquier incipiente vocación. Y también sueño con que los exámenes, esa herramienta de medición tan imperfecta y hostil, dejen de poseer ese halo apocalíptico. Sin embargo, para que todo esto funcione se necesita algo que ni este Gobierno ni los anteriores están dispuestos a hacer: meter más dinero para que haya menos alumnos por aula y mejores profesores. Un maestro puede dirigir el aprendizaje de diez pupilos, pero con treinta o cuarenta chavales bien apretados en clase y con las hormonas hirviendo, todo intento de personalizar la enseñanza se vuelve vano y solo conduce a la melancolía.
Lo que más me irrita de esta enésima revolución educativa es el tufillo angelical que desprende, como de libro barato de autoayuda. Es esta una reforma muy Paolo Coelho. Pensar que vamos a solucionar el fracaso escolar dando títulos y aprobadetes bajo cuerda me recuerda demasiado a lo que se le había ocurrido hacer a Trump para erradicar los incendios forestales en California: se talan todos los bosques y a dormir a pierna suelta. A estos pedagogos tan beatíficos les asombrará saber que hay chavales que suspenden no por fallos lamentables del sistema ni por alguna retorcida conspiración social, sino porque, teniéndolo todo a favor, no se les pone en las pelotas estudiar. Prefieren echar el día jugando a los videojuegos, enganchados al móvil o fumando petas en el parque, labrándose concienzudamente su propio fracaso escolar. La realidad es aquello que se cuela entre los renglones del BOE.
En cualquier caso, tampoco conviene ponerse muy estupendos con las críticas ni con los aplausos. Ya sabemos que PP, PSOE y Podemos solo se ponen de acuerdo para las cosas verdaderamente importantes, como colocar a los amiguetes en el Tribunal Constitucional, así que no debemos esperar noticias de un pacto educativo que confiera al sistema una mínima estabilidad. Cada partido hace su propia ley con el mismo propósito con el que los perrillos se mean en las farolas: para marcar territorio.
De manera que dentro de unos años, cuando regrese el PP a la Moncloa, volverán las oscuras reválidas en tu balcón sus nidos a colgar. Y también los suspensos y la catequesis. Y si encima tiene que pactar con Vox, apaga y vámonos: el modelo educativo de Abascal, hasta donde sabemos, se resume en convertir a los niños en pequeños amish, cuidadándose con enorme celo de que jamás estudien el aparato excretor, las gónadas y otras cochinadas de izquierdas.
Dan ganas de dejar a los críos sin escolarizar, a ver qué pasa. Igual un día se aburren y acaban leyendo a Dostoievski.
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