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En su interesante libro sobre el ascenso de Donald Trump al poder, titulado 'Miedo', el sagaz periodista norteamericano Bob Woodward relata un episodio protagonizado por la eminencia gris oculta tras el extravagante inquilino de la Casa Blanca: su célebre asesor Steve ... Bannon. Se trata del día en que, para sorpresa del propio interesado, gana las elecciones y debe formar gobierno. Unas horas de vértigo que Bannon, hombre de acción, resume en una cifra: las 4.000 personas que en apenas unas horas debe localizar para que formen parte del equipo del nuevo presidente. Altos cargos y ocupantes de los segundos niveles de la Administración, incluyendo las áreas más alejadas del Despacho Oval. Cuatro mil personas equivalen, más o menos, a la población de Pradejón. El censo que Bannon tenía que movilizar para que arrancaran los preparativos del traspaso de poder sin que ninguna dependencia de la Casa Blanca sintiera vacío alguno. Una tarea de titanes incluso si la victoria hubiera entrado en sus pronósticos.
En las últimas horas, en el Palacete alojado en el Espolón logroñés se han vivido (a escala) escenas semejantes. También como le ocurrió a Trump, salvados sean los seis mil kilómetros que según Google separan Logroño del número 1900 de la Avenida Pennsylvania, Concha Andreu ha atravesado una experiencia análoga. Identificar a la cincuentena larga de altos cargos (y los que faltan) que se animaran a seguir sus frenéticos pasos a través de la legislatura casi neonata. Alistar en primera instancia a los convencidos de antemano, los dirigentes que le acompañaron en los años de oposición y le ayudaron no sólo a ganar las elecciones sino a forjar su liderazgo. Reclutar luego a quienes jamás se vieron a sí mismos ocupando un puesto con cargo al contribuyente y señalando con el dedo mágico de la Presidencia incluso a un buen puñado de los colaboradores que asignó por su cuenta a sus nuevos consejeros cuando contó con su aval. Tuvo también que apechugar con deserciones: como Trump, Andreu aprendió a aceptar que algunos de sus candidatos declinaran el puesto que les ofrecía, aludiendo a esas vaporosas razones personales que evitan profundizar en el auténtico motivo que impulsa a un aspirante a decirle no a su presidenta. Y transigió incluso con las ocurrencias de su socia de Podemos en esa pintoresca Consejería creada a su imagen y semejanza: el barullo habitual cuando entran en acción las siglas moradas y sus lenguaraces seguidores, sector maleducado.
Y como Trump, seguro que Andreu sabe que varios de los recién elegidos perderán pronto la ilusión. O advertirán que el destino no les había llamado para semejantes responsabilidades. Por pura casuística o por el imperio del cálculo de probabilidades, habrá entre estos altos cargos hoy primerizos quienes deserten mediado el mandato y habrá otros colaboradores a quienes será su jefa quien deba enseñar la puerta de salida. Pura ley de vida, que se aplica también en el ámbito de la política: muchos son los llamados, pocos los elegidos y unos cuantos los expulsados del paraíso.
Un axioma que siempre se cumple. Si alberga alguna duda, la flamante mandamás del Palacete puede preguntarle a su antecesor. José Ignacio Ceniceros soltó lastre respecto al equipo con que estrenó su Presidencia en cuanto pudo. Y situó en su Consejo de Gobierno a consejeros de su total agrado y lealtad probada, según el modelo en que había sido educado. El modelo del viejo PP de Pedro Sanz. El gabinete formado por Andreu se sitúa por el contrario en sus antípodas: no parece buscar tanto que le reverencien sus consejeros, como que le sorprendan. Que hagan suyo el mandato de la propia presidenta: que le ayuden a transformar La Rioja.
La palabra fetiche, la que empleó Andreu en la inauguración del curso escolar, es revolución. Para lo cual no sirve el prototipo de consejero como simple correa de transmisión de los deseos de su jefe según era norma entre los anteriores ocupantes del Palacete. La autonomía de vuelo de que gozan los recién llegados se explica en algún caso por la feroz y mutua lealtad que profesan hacia su jefa y porque provienen, en otros casos, de mundos opuestos a la política y debe por lo tanto respetarse el carácter independiente con que acceden a sus carteras: de lo contrario, carecería de sentido su fichaje. Porque para replicar el sistema de selección de consejeros con el mandato central y tal vez único de perpetuar bovinamente el culto a quien le nombró no parece haber llegado Andreu al cargo. De esa amarga pócima ya han bebido los riojanos unas cuantas tazas: esos consejeros que, atenazados por el miedo a quien les eligió, eran incapaces de sostener una posición propia ante su jefe, fuera Sanz o fuera Ceniceros. Que en eso sí se parecían.
Porque si Andreu se hubiera decantado por esa vía de imitar a sus predecesores, no hubiera tenido que acudir a esa cursilada (la sociedad civil) para proveerse de consejeros. Le bastaba con haber consultado el archivo de afiliados. Porque es allí, en la sede del PSOE, donde se dirime buena parte del éxito que necesitará Andreu en una apuesta tan arriesgada. En su partido. Donde florecen las voces asombradas, las directamente críticas o las que recurren al sarcasmo para pronunciarse sobre el Gobierno que acaba de tomar posesión. Ese PSOE maravillado ante tanta novedad, que se pregunta si la toma de decisiones se ha mudado desde Martínez Zaporta a cierto edificio de la calle Piqueras. La particular Torre Trump del Palacete.
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