Así como un profano en el mundo digital, nativo analógico, puede conocer (incluso de primera mano) en qué consiste la curva de la felicidad que suele alojarse en la panza, tiende a ignorarlo todo sobre otra curva que ayer mereció sesudas reflexiones en el acto ... convocado por Diario LA RIOJA y BBVA: la curva de la sonrisa. Un concepto ideado por Stan Shih, a quien tampoco teníamos el gusto: gracias a Google nos enteramos de que Mr. Shih es taiwanés, fundador del gigante informático ACER y uno de esos expertos dedicados a explicar lo inexplicable.

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Porque cuando teorizó sobre la llamada curva de la sonrisa, en realidad don Stan nos hablaba con habilidad anticipatoria del ignoto mundo donde se desenvuelve hoy nuestra vida. Profética, su teoría nos permitió entrever gracias a esa representación gráfica (que adopta, en efecto, forma de curva) la carga de valor añadido que incorpora cada parte del proceso de producción de un artículo. Desde que se diseña hasta que se vende. Es, por supuesto, una curva que sonríe. Una sonrisa contagiosa, según sus incondicionales: porque cuando tal curva alcanza su plenitud se supone que dispara la alegría entre las empresas.

Entre grandes, medianas y las pequeñas. Sobre todo entre las dos últimas, tan propias del paisaje empresarial riojano. A quienes por cierto tanto Álvaro Martín, responsable del área digital del BBVA, como el consejero Alfonso Domínguez insistieron ayer en incluir en su discurso. Porque ambos se confesaban dominados por una inquietud común: que el nuevo horizonte tecnológico sea una historia de éxito. A condición de que sea inclusivo. Que no deje atrás a los estratos más vulnerables de la sociedad.

Se trata de un mensaje fácil de trasladar... pero complicado de que cale. Porque abruman al ciudadano (administrado y cliente al mismo tiempo) la inmensidad de las cifras donde se contiene la nueva hora digital. La apabullante proliferación de dispositivos tecnológicos, la rapidez del cambio. Domínguez citó como testigo de la defensa al teórico polaco Zygmunt Bauman para su alegato en favor de las ventajas observadas en la llamada sociedad líquida: más empleo (y de mayor calidad), avances en transparencia, modernización de la Administración, aumento de la calidad democrática... Mejoras en educación y sanidad, retornos ingentes para la economía y fomento de la innovación. Un completo catálogo de beneficios dirigidos a despertar la sonrisa benévola de su auditorio.

Una sonrisa con forma de curva perfecta. Sin embargo, hubo entre su auditorio quien arqueó la ceja. El escéptico siempre parece más inteligente, aunque sea una fama inmerecida, como nos avisó Calderón de la Barca, príncipe de la sociedad analógica de su tiempo: «No todo lo peor es cierto». Porque el más listo suele ser el más intrépido. Y el reto digital exige, como coincidieron Martín y Domínguez, altas dosis de audacia. También reclama complicidad, cooperación entre lo público y lo privado, tantas veces escrita sobre el papel como fallida. Y, desde luego, demanda lo de siempre, la palabra tan citada ayer por el consejero: talento. Talento para derribar la principal frontera emboscada detrás de cada revolución: el miedo al cambio. Que sólo puede derrotarse con el ingrediente principal del desayuno servido ayer en Franco Españolas: una generosa ración de pedagogía.

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Ojalá que aproveche.

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