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Diego Marín A.
Domingo, 30 de octubre 2016, 21:09
Los termómetros alcanzarán los 25 grados, pero a primera hora de la mañana no se superan los cuatro en Tobía. El sol avanza lento, como derritiendo las cimas de las montañas con un cielo raso, libre de nubes. Va a hacer buen día aunque aún ... hace frío. Cientos de senderistas esperan el momento de emprender la segunda Marcha de Otoño por los Montes de Tobía y algunos impacientes se lanzan andar antes de tiempo, pero la organización (Asociación Cultural Amigos del Roble de las Once y el Ayuntamiento de Tobía), les retienen como pueden.
En la carretera hay una mofeta muerta, atropellada fatalmente quizá esa misma noche. Los perros ladran nerviosos dentro de los carros que transportan los cazadores. Hay batida en la otra cara de valle. La marcha arranca puntual y los senderistas ocupan la carretera hasta que, al pasar el río, el trayecto se convierte en un sendero y obliga a ascender en fila india por San Cristóbal hasta el barranco El Pruno. Después habrá avituallamiento en la majada de Manzanar y se descenderá por la cueva Poche y el cerro Las Iruelas. En total, 15 kilómetros y unas cuatro horas de recorrido para descubrir, en palabras de la organización, «un paraíso» en Tobía.
Además
La sombra va desvaneciéndose conforme avanza la mañana, abriendo la montaña como un melón maduro. La tierra está húmeda, avivada por el rocío y alfombrada de hojas de roble amarillentas. En las piedras comienza a aparecer el musgo y en los troncos de las hayas los líquenes ejercen la simbiosis: parecen corales de un verde casi brillante. Los colores son los protagonistas del paisaje. En las cimas, donde más calienta el sol, las hojas de los árboles son ya rojizas, como las vides ahora. A media altura los árboles no se deciden por su vestuario, unos lucen abrigo ámbar, otros cetrino, otros teja... y unos pocos, los más atrevidos, lucen hojas de todos los tonos, como disfrazados por Ágatha Ruiz de la Prada. Abajo, en la frondosa vegetación de la parte inferior del valle que horada el río Tobía, todo es verde y húmedo.
La fauna silvestre calla expectante, quizá atemorizada por la repentina invasión humana. Sólo algún ave se atreve a piar tímidamente. Pero los animales están allí, escondidos. Han dejado pistas. Hay perfectas boñigas y los árboles y arbustos sólo conservan sus frutos, bellotas, moras, grosellas y las bayas también llamadas 'tapaculos', en lo alto, donde no llegan los mamíferos. A veces también escucharemos los cencerros de las vacas pastando.
Los humanos sí hablan, comentan la inminente investidura de Rajoy, las compras de vestuario que deben acometer y señalan con los bastones: «¡Hasta ahí tenemos que subir!», y bromean: «¡Aúpa Athletic!».
El murmullo de los hombres se pierde por el barranco hasta volver a dejar el valle en silencio. Entonces los insectos despiertan y zumban como motores. Los todoterreno rugen a lo lejos como fieras invisibles. Al fin, sólo se escucha el rumor del agua sobre el arroyo Tobía como un hilo musical. Hay una calma fría que pronto se convertirá en un caluroso día de octubre. Es sábado. Las hojas caen a cuentagotas, como copos de nieve. Los helechos custodian el camino y el paisaje muda de piel paulatinamente.
Ya es otoño en La Rioja.
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