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Pablo Álvarez
Miércoles, 15 de junio 2016, 20:54
Es casi un mantra del consumo posmoderno: el consumidor debería primar a la hora de la compra los productos nacionales, regionales o incluso locales antes que el resto. Y es un curioso mantra, compartido por ideologías económicas y políticas muy diversas.
Así, hay quien llama ... a la compra de lo local desde la izquierda política y el ecologismo, argumentando el desperdicio energético del transporte y la producción masiva globalizada, o también (desde otro punto de vista) la explotación de los productores del tercer mundo por la industria.
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Pero, curiosamente, también hay quien apela a análogos sentimiento patrióticos desde el otro extremo del abanico ideológico, llamando esta vez al nacionalismo y a la protección envuelta en la bandera. Es un sentimiento patriótico, además, curiosamente internacional: existe en todos los países del mundo. El mismo espíritu que animaba la semana pasada a los productores de leche de Ávila a exigir un mejor etiquetado para primar lo regional es el que anima a los eternos agricultores franceses que vuelcan los camiones llenos de producto de la huerta murciana.
La pulsión nacionalista en lo económico tiene, pues, raíces diversas y, paradójicamente, mundiales. Pero ¿tiene éxito? Pues habrá que decir que depende. Los estudios realizados al respecto arrojan parámetros similares: un porcentaje variable pero mayoritario de los consumidores afirma que le interesa la información del origen del producto. Así, un estudio de 2013 de la OCU y otras asociaciones europeas (en ocho países de la UE) ponía el porcentaje en el 60%. Y arrojaba un dato curioso: casi la mitad estaría dispuesta (o eso decía) incluso a pagar más simplemente por un mejor etiquetado de origen.
Otro trabajo, elaborado por profesores de la Universidad Politécnica de Valencia en 2011, se llevaba ese porcentaje al 75%. Y segmentaba al consumidor: la pulsión que llamaban 'etnocéntrica' es mayor en compradores de mayor edad y zonas rurales. Sin diferencia de sexo, por cierto. Hombres y mujeres se comportan de modo muy similar.
El problema es que estos estudios no casan luego con la realidad que se puede comprobar en los lineales de los supermercados, donde la oferta de producto nacional no es tan mayoritaria como parece indicar esa tendencia del consumo. O quizá es que hay un hueco entre lo que los compradores dicen que les importa y lo que luego compran. Hace unos meses, en estas mismas páginas se recogía la queja de los productores de la huerta riojana: «Sabemos que tenemos calidad, pero con eso ya no hacemos nada», se lamentaba Roberto Vázquez, de la UAGR.
¿Por qué, pues, el 'nuestrismo' se queda tantas veces en buenas intenciones? Quizá porque, en primer lugar, su propio postulado va contra la más pura noción de eficiencia económica. A saber: en teoría, un producto llega al mercado porque es demandando por éste, es decir, porque su relación calidad/precio es la requerida y porque la eficiencia de su producción así lo permite. El 'nacionalismo' pide que el consumidor ignore esas razones de eficiencia por otros motivos, digamos, políticos. Ya los padres de la economía moderna señalaban que el comercio internacional contribuye a aumentar la renta de las naciones. Y no hay que mirar muy lejos: los países más proteccionistas y autárquicos acaban con menor renta per cápita. Un nacionalismo económico radical acabaría primando a los productores más 'ineficientes' por el simple hecho de ser locales. Pero la renta per cápita es la que es: si un consumidor prima siempre a los productores locales, aunque sean más caros, tendrá menos dinero para otras decisiones económicas, y acabará perjudicando a otros productores. quizá también locales.
Pero, además, contra el éxito del etnocentrismo económico va otra realidad: con una economía tan global, un número creciente de productos es 'mestizo'. Ensamblado en un país con piezas procedentes de muchos otros, producido en un sitio y envasado en el otro extremo del mundo, diseñado en Galicia pero manufacturado en Singapur. Un estudio de la Reserva Federal de Estados Unidos en 2011 señalaba que más de una tercera parte (el 36%) de los ingresos generados por la venta de productos 'Made in china' acababa recalando en bolsillos estadounidenses. Y no hay muchas razones para pensar que el fenómeno sea sólo norteamericano.
Pero la pulsión localista es, lo dicho, perenne e internacional. Australia acaba de lanzar un nuevo etiquetado obligatorio (con su inevitable cangurito y sus colores naciones, sería el equivalente a que España hiciera lo mismo en rojigualda y con un toro de Osborne) que señala no sólo si un producto es o no 'aussie', sino en qué porcentaje. ¿Tendrá éxito? No es probable: los productores locales ya han dicho, por ahora, que les parece insuficiente.
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