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Miguel Martínez Nafarrate
Sábado, 31 de enero 2015, 18:22
Como el óxido, la erosión, un incendio o el calentamiento global. Cien años de huida no se rellenan en una legislatura. Cuesta reparar el metal, sanar el terreno. Cuesta florecer tras las cenizas. Colmar el espacio vacío. Encajar cuerpos y almas de nueva generación, de vidas, sueños y sonrisas reales y virtuales en el hueco que dejaron los arcones, baúles y maletas de cartón durante un siglo. Mirada tímida tras la puerta de los pueblos. ¿Hay alguien al otro lado? ¿Se puede? Hola.
Así, de una manera simple, como por casualidad, puede que el goteo de nuevos colonos de tablet y 3G inunde algún día el espacio de vecinos y almas que un día dejaron que la brisa de la montaña se convirtiera en la tos negra de los motores de la ciudad y que el gusto por la elaboración casera de un pan que aguantaba una semana a los neoalimentos enjaulados en la asepsia de un blister de hipermercado, de manzanas sabrosas con pique a clones insípidos de lustroso brillo alimentario, de la anticipación del tiempo con la mirada en un cielo donde abundan las estrellas a una cortina negra y naranja y eléctrica o un pequeño gesto como el de tirar un papel a un contenedor azul...
Dos pequeños gestos acaban de producirse en Brieva de Cameros. Dos parejas 'anidan' en la bella localidad, encajonada en el valle como un huevo en un cartón o una canica en un 'guá'. Montes pelados por la tala y cuestas para morir y retorcerse encima de la bicicleta. Brieva fue elegido hace un par de años como el ganador en una batalla nada cruenta como elegir cuál es el mejor pueblo de La Rioja. Dos años después, casi por casualidad, la localidad ha inscrito en su registro a cuatro nuevas personas. Cuerpo y alma.
Del altar al pastoreo
Fernando y Mónica acaban de casarse. Quieren vivir allí, 'echar' 500 ovejas, fundar una familia y ser felices. Fernando Almansa es el alguacil de Brieva. Vigila el pueblo, lo ordena, lo limpia y lo contempla. Es técnico forestal. Proviene de Madrid. Allí estudiaba cuando su padre le destinaron a Logroño. La Rioja te enamora, dice. Y después de valorar varias opciones rurales he optado por venir a Brieva. Llevo viviendo aquí de manera continua desde mayo del 2014. Fernando contactó con la asociación Colletero de Nalda. Tenía muy claro lo del monte y las ovejas.
La semana que viene le traen 500 merinas de Montenegro. Estos días ocupa su tiempo en adecentar la nave donde las alojará. En un futuro inmediato convivirán con las 2.000 que piensa traer Alberto, otro ganadero que quiere instalarse en la localidad. El plan es vender corderos. Me he dejado aconsejar por la experiencia de los que se mueven en este negocio en Las 7 Villas. Tenemos que ir todos a una. Aprender de los que saben es más valioso de lo que te puedas imaginar. En el pueblo me están ayudando mucho y siempre encuentro ánimo, pero necesitamos que mejore la comunicación a través de Internet. Ahora estamos a merced del tiempo. Cobertura pobre y escasa. Los negocios se hacen en la red. No sé si la fibra óptica o el satélite. Estamos mal en este sentido. Habría más gente dispuesta a venir a vivir y trabajar desde aquí si la comunicación con ordenador fuera mejor. En cuanto a las comunicaciones físicas, estamos a media hora de Nájera y eso no es ningún problema.
Su mujer es Mónica Garavito. Nacida en Colombia, pero con la familia en Venezuela. Está conociendo el frío de primera mano en su primer enero camerano. Lo llevo bien, asegura. Fernando le apoya: Del calor no te escapas, pero del frío te puedes esconder, dice. Estos días echamos un poco más de leña en casa, más caldos y sopa y pasamos más tiempo al lado de la cocina económica.
No me gustan las ciudades. No me dicen nada. Me aburren. Siempre viví en pueblos chiquitos. Conocí a Fernando allí, en Venezuela. Fue con un colectivo de estudiantes a aprender el trabajo en las plantaciones y mira, acabamos de casarnos y estamos muy ilusionados con la llegada de nuestras ovejas, explicaba con una mirada cómplice y una sonrisa hacia su chico.
A Mónica también le vendría muy bien que Internet funcionara un poco mejor. El (bendito) skype se hace vital en su caso. La familia, que no pudo ir a la boda celebrada en el Ayuntamiento de Brieva, la echa de menos y quiere saber de su vida y progresos. Te conectas y al poco se corta..., es muy frustrante, asegura.
El repaso por sus vidas y por sus ilusiones se enmarca en el centro de la plaza de Brieva, de los jardines de trazas sabatinianas, de la torre de la iglesia de San Miguel, del mecanismo del reloj, ahora parado. La vida transcurre con una calma especial. La frescura del viento, las gotas que amenazan nieve, un perro tumbado, un gato furtivo, el pajarillo que se sacude las plumas...
Sosiego y nervio
Hay otra pareja nueva en el pueblo. Conocen el paño. Son nuevos, pero a medias. Ella, Sara Villar es polvorilla, inquieta. Arquitecta e inagotable en su charla cuando se habla de historias como el desarrollo rural o la apuesta por el turismo regional. Casa rural en Camprovín y Viniegra. Ahora apuesta por Brieva. Su chico, Ramón Fernández Bárcenas, de vuelta de muchas cosas, pero en viaje de ida a Brieva, es cocinero. Tienen la concesión del bar por dos años. El arroz, al estilo riojano, no espera y la conversación espera al arroz. A la mesa diez personas. Fernando y Mónica, Ramón y Sara. Les (nos) acompañan los hermanos Matías y Mari. El primero habrá visto el Espolón en fotos, el segundo te cuenta rincón por rincón los nombres y paseos más bonitos de Brieva. ¿Tiene un folleto? ¿Por qué no se ven en Internet? Puri, la esposa de Mari, es callada. Pero levanta la cabeza cuando oye un comentario del que participa; Dioni mira con ojos transparentes y mofltes colorados por el frío que trae y por el trago de vino que compartimos Zuri, el fotógrafo, y el que escribe estas líneas, con un choque de cristales.
El que quiera hablar de turismo y desarrollo rural, que pase un invierno aquí, con nosotros y con los otros veinte vecinos que estamos de seguido por el pueblo, dice Sara. Así, de sopetón. No hay medias tintas. Lo tiene tan claro que apabulla. Una casa vacía, que se hunde. ¿Por qué no se rehabilita? Las que aguantan se pueden arreglar y alquilar. Sara ve el negocio. Ganarían todos. Ayuntamiento, propietarios y usuarios. Promovería el turismo y el retorno de la gente. Se impulsaría la región, la zona y los recursos de la misma. Ganaría el dueño, o dueños de las casas, muchas de herencia congelada y con los hijos maniatados sin saber qué hacer con algo que al principio tenía un toque afectivo y que ahora se traduce en gastos y un lastre de un bisabuelo que ni conocieron. Brieva tiene paisaje, historia, urbanismo con rúbrica de Agapito del Valle y una carretera y caminos idílicos para el desarrollo del turismo deportivo. Senderistas y ciclistas tienen un filón. Falta el folleto, el envoltorio y el lazo para ir a más en la época del turismo cibernético y GPS. Es complicado llegar por carta cuando las ideas fluyen de manera global. En Brieva no. Es como si el pueblo estuviera a la espera. Nunca sabes quién va a hacer una parada para un carajillo, a comer o a preguntar dónde está esto o aquello o por dónde se va a donde sea.
La conversación fluye como el nacedero del río. A borbotones, pero se hace un pequeño silencio cuando entran en el bar tres individuos. Dos pueden ser de cualquier sitio, pero el tercero es coreano. ¿Un coreano en Brieva? ¿un jueves? Surrealismo. Aún lo es más verle realizar una exhibición de taekwondo en medio del bar para solaz de sus dos compañeros y sorpresa mayúscula de la mesa. La paciencia estalla. ¿Qué hace por aquí? La fe.
El paréntesis viene bien para olvidarnos un poco de la despoblación, el turismo rural, la apuesta real o no de la política regional en una zona con alcaldes de color afín al regional o distinto en la escala cromática. Lo del coreano es la caña. En viernes también.
En ese yin y yan tiene turno José Ramón Fernández, pareja de Sara, y que acentúa lo de Bárcenas en el segundo apellido. Si Sara es pólvora, Ramón es el reposo del guerrero. Diez a la mesa. No hay problema. Doce más podrían haberse sentado. Estudié en Maristas en Logroño. Dale recuerdos al Alacid. Llevo toda la vida cocinando por España y ahora he llegado a Brieva. Me siento como... Doctor en Alaska. Soy feliz y vivo de otra manera. Ni me dan órdenes ni las doy. Aquí la gente viene y se preocupa por ti. Si alguien no viene le echamos en falta y nos pasamos por su casa a ver si todo va bien..., dice Ramón.
La gente es generosa y solidaria. Hay cosillas como en todas partes, pero después de tres o cuatro vinos todo queda en nada. La naturaleza es apabullante. Sí, sí, la fibra o el satélite. Viniegra tiene escuelas y están mejor conectados, pero esto es fantástico. En Brieva siento que cuando cocino no trabajo. Es como si tuviera un chalet en la sierra. Disfruto con lo que hago y de la gente. Me dejan en la puerta una caja de manzanas, de verduras, de nueces... y yo les preparo un bizcocho, dice este Logroñés con periodo de caducidad en Brieva, pero que ha echado ancla en la sierra riojana y que anticipa como un planazo para el resto de sus días. A los reconfortados estómagos del fotógrafo y redactor nos 'amenaza' Ramón: Venid cuando queráis. De primero unas alubias rojas, unas croquetitas, ensalada de pimientos asados y nueces, un corderito de la zona, un bizcocho o un guiño a Lorenzo Cañas como las crepes de crema con salsa de naranja amarga y por 20 euros. Qué, ¿os animáis?. Nos miramos y apuntamos en la agenda. En el coche, ya de vuelta a Logroño, nos preguntamos si el día que vayamos a comer con Ramón, Sara, Fernando y Mónica volveremos a ver al coreano.
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