Plaza de la Autonomía, en Castañares de Rioja

Aquí hay tomate

TEXTO PÍO GARCÍA y FOTOS JUSTO RODRÍGUEZ

Viernes, 7 de noviembre 2014, 22:50

Los viajeros comienzan la jornada de hoy en Villalobar de Rioja. Entran por la avenida Villa Alfovare, pasan junto al Ayuntamiento y se topan de bruces con un suntuoso palacio barroco. Tiene un escudo filigranero y una fecha inscrita en las ventanas: 1742. En su fachada han pegado una señal azul con la H de hotel y cinco estrellas debajo. ¡Cinco estrellas! El portón, sin embargo, está cerrado. No hay timbre ni aldaba.

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Al cronista le pica la curiosidad. Coge el teléfono móvil, entra en Trip Advisor y teclea el nombre del municipio. Salen diez críticas del hotel 'El Palacete', de cinco estrellas. Dos huéspedes se declaran entusiasmados y ocho lo ponen a parir. Eso sí, ocupa el primer puesto en el epígrafe «Hoteles en Villalobar». Al parecer -dicen en el pueblo-, la aventura no funcionó y lleva años cerrado. A su lado, más humilde, sin tantas estrellas en su firmamento, la casa rural que ocupa el edificio del viejo Ayuntamiento marcha bastante mejor.

En Villalobar hay chalés nuevos y relucientes, como vestidos de primera comunión, y antiguas casas de piedra, algunas ya muy desvencijadas, sin tejado, con las habitaciones convertidas en inhóspitas selvas de maleza. También queda en pie una torre fuerte, alfombrada de hiedra, antes belicosa y ahora tumbada pacíficamente a las húmedas orillas del río Oja.

«Este ha sido un buen pueblo porque aquí siempre hubo mucho regadío natural. Era el pueblo del agua», le explican al cronista Mari y Conchi. Mari está cuidando unos geranios y Conchi le acaba de traer unos tomates de su huerta. Son casi los últimos. Enseña uno. Es un tomate hermoso, colorado, apabullante. «Tres cuartos de kilo de tomate», se esponja Conchi. Las huertas de Villalobar, orgullo de sus vecinos, dan tomates primorosos, pero también pimientos, berzas, zanahorias, sandías, coliflores... «Da gloria verlas», resuelven. Así que meten cuatro tomates en una bolsa, recién cogidos de la huerta de Conchi, y se los ofrecen a los viajeros: «Para que os llevéis un buen recuerdo del pueblo», dicen.

Los visitantes lo agradecen bien de veras. Esa misma noche, ya en Logroño, el cronista sacará un tomate, lo cortará en gajos, le echará un puñadito de sal, lo rociará con aceite y se lo comerá sin otros aderezos ni mayores miramientos, a la salud de Conchi, de su amiga Mari y del agua de Villalobar.

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Tras dejar el pueblo, cuatro kilómetros más adelante, en la carretera comarcal LR-111, los viajeros deben tomar una decisión para la que no estaban preparados. Una señal de tráfico marca «Castañares de Rioja (sur)» y otra pone «Castañares de Rioja (oeste)». Apuntan en direcciones diferentes. Los viajeros se quedan estupefactos y escogen a suertes: entrarán en Castañares de Rioja (sur) y que sea lo que dios quiera. Confían en no verse atrapados en ningún atasco.

Finalmente, llegan sin problemas. Aparcan en la plaza del músico Domingo Pérez Gómez. Enfrente, como presentando la tarjeta de visita, forman tres palacios consecutivos, con escudos de armas y balcones adintelados. En uno de ellos, un caserón que hoy ejerce de alojamiento rural, da la impresión de que alguien ha arrancado el emblema de la familia para poner en su lugar una ventana, extrañamente flanqueada por leones y coronada por un yelmo.

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Los cronistas entran a tomar café en el bar El Fuelle. Suena por megafonía «Va a estallar el obús». Hay banderolas del Mirandés y del Athletic Club; también un calendario del FC La Calzada cadete. Un señor que está leyendo el 'Marca' y tomando un vino critica a Messi por tragón y por mal compañero. Arguiñano cocina algo en la televisión. A los viajeros, que están apurando su cortado, les invitan a un pastelito. «Es el cumpleaños de la camarera», explican. Lo comen de buena gana, dan las gracias y sonríen. En apenas dos horas llevan cuatro tomates y dos pastelitos; les está saliendo el día redondo.

La iglesia de la Natividad ocupa una coqueta plaza empedrada muy pequeña, apenas un recodo de la carretera. En la pared, una pintada grita: «Viva Rioja Autónoma. Estatuto». A los pies del templo crece un castaño colosal, cuyas raíces abomban el suelo. Tiene más de 120 años. Los cronistas intentan rodear la iglesia, pero no pueden: es como una casa más de la manzana, solo que mucho más alta y poderosa, rotunda como un aldabonazo. Los carteles encarecen el singular valor de un carillón del siglo XVI que suena como el de la abadía de Westminster.

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-Pues no sé -replica Carlos-. Son cosas que ponen en los carteles. Como yo nunca he estado en Westminster, no le puedo decir.

Los viajeros se han encontrado con Carlos en la plaza de la autonomía, un espacio de reciente construcción que recuerda a las plazas mayores castellanas, con sus soportales y sus balconadas idénticas. Sus tres brazos parecen acoger amorosamente la escuela del pueblo, que sigue abierta. Como hace calor, la maestra tiene abiertas las ventanas. Se oye cómo está aprovechando la fiesta de Halloween para explicar a los alumnos cuáles son los países anglosajones y por qué se llaman así.

Carlos también fue a esas escuelas. Recuerda cuando el pueblo tenía casi 2.000 habitantes. Se vivía de la patata, de la remolacha y del caparrón, cuya calidad era famosa. Había incluso una banda de música con 40 niños. Ahora quedan unos 600 vecinos. Él mismo se fue a vivir a Zaragoza, aunque regresa siempre que puede. «Los nietos están deseando venir aquí -confiesa-. En verano igual se juntan 50 ó 60 niños en la plaza, sin peligro de coches, libres... Para ellos es una gozada».

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Carlos les ha enseñado dónde está el frontón del lugar, ingeniosamente escondido en los bajos de los soportales. Es un frontón camaleónico, a primera vista invisible, hundido bajo la tierra, al que se accede por unas puertas de madera que dan a la plaza. Tiene un aire de trinchera o de habitación secreta, pero cuando uno entra se descubre colosal, con cinco filas de asientos e incluso un marcador electrónico.

Los cronistas se despiden de Carlos porque quieren acabar la jornada en Baños de Rioja. Cruzan el río, escoltado por una falange de chopos, y llegan en medio minuto. Luce un sol veraniego, fulmíneo, extemporáneo. Una señora está fregando su portal y otra toma el aire en un banquito de la plaza. A las dos y cinco de la tarde hace su entrada, con un alboroto de bocinas, la furgoneta de Pescados Francisco, de Santo Domingo de la Calzada. Aparca frente al lavadero municipal. Acuden tres mujeres como si hubieran escuchado un sortilegio.

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-¿Qué traes hoy?

-Chicharros, jibias, lubinas, lirios... De todo

-Pues dame dos jibias.

Las señoras recogen la compra, cruzan dos o tres parrafitos y se van sin prisas a cocinar el pescado. La vida parece discurrir sin ajetreos en esta orilla del Oja. No siempre fue así. Según es fama, aquí murió escaldado, en el año 1254, don Diego López de Haro, señor de Vizcaya. Dicen que don Diego sufría atroces dolores reumáticos, para cuyo alivio necesitaba meterse en un balde de agua hirviendo. Se conoce que al mayordomo se le fue la mano y aquel día don Diego se abrasó entero. De aquella época sobrevive aún en el pueblo un torreón, convertido en casa rural. En sus tiempos, formaba parte de una fortaleza con foso, muralla y baluarte defensivo.

Los cronistas suben al cerro El Costillar, cuya modesta cima (550 metros) cobijó asentamientos desde la época neolítica. Más tarde, los habitantes de Baños, con una sabiduría de hormigas, lo horadaron para construir ahí sus bodegas y guardar el vino a la fresca. Una de ellas, con su correspondiente finca, fue propiedad de la emperatriz de Francia, doña Eugenia de Montijo (1826-1920), esposa de Napoleón III. Los viajeros recorren el cerro en silencio, admirativamente. Piensan que en la historia de este pequeño pueblecito riojano aparecen personajes de mucho ringorrango.

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