Alesanco. Uno de los edificios más nobles de la villa.
LA RIOJA DE CABO A RABO (60)

Punto de ebullición

TEXTO PÍO GARCÍAFOTOS JUSTO RODRÍGUEZ

Sábado, 13 de septiembre 2014, 22:28

Cuando los cronistas llegan a Alesanco, sienten que el sol se ha convertido en un ángel exterminador que ha desenfundado su espada flamígera. No hay una sola nube en el cielo y todo se ha vuelto ardiente e inhóspito: los árboles dan sombras exiguas y ... el río Tuerto se arrastra convertido en un hilillo tímido e indefenso, temeroso incluso de hacer ruido.

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Los viajeros miran el reloj: son las dos y cuarto de la tarde.

En la calle de San Luis ven un edificio alto de ladrillo, antiguo y de estampa noble. Le dicen «la casa de las Bengoas» y sus habitaciones y salones cobijan hoy el hotel restaurante DÔ. Los cronistas lo toman como una revelación. Miran de nuevo el reloj, escuchan el aullido doliente de sus estómagos y deciden entrar a comer. Minutos después, sentados ante un plato de arroz a banda y con una botella de vino blanco -tempranillo- en la mesa, creerán haber encontrado algo parecido a la paz.

Pero el furibundo sol les aguarda, agazapado y sibilino, paciente como un gato a punto de cazar un ratón, dos horas después, camino de la ermita del Prado. A la entrada del templo, el formidable esqueleto de un árbol calcinado les deja una fúnebre e inquietante sensación. La ermita del Prado no es la habitual iglesuela humilde, sino un edificio alargado, con varios cuerpos añadidos y cierto aire conventual. Los cronistas toman notas y sacan fotos por prurito profesional, pero se sienten hervir por dentro. Antes de alcanzar el punto definitivo de ebullición, deciden regresar a la plaza de la Constitución y tomarse medio litro de agua en cualquier bar.

Por el camino, descubren que Alesanco es un pueblo ancho, de calles despejadas y casas sin artificio, que se ha extendido por una planicie sin accidentes. Las baterías de adosados le crecen como barbas descuidadas. Al final de la calle de la Magdalena, una selva blanca de columnas anuncia el final inesperado de alguna promoción inmobiliaria. En la calle Mediodía, en cambio, los chalés se cierran ensimismados y ajenos al pueblo, como si hubieran decidido independizarse y formar una república de ladrillo caravista. En una oficina, un cartel anuncia la venta de una casa en Cañas. El precio original, 63.000 euros, aparece tachado con un rotulador y escrita con letra urgente, diríase desesperada, aparece una nueva cifra: 39.000 euros. El cronista piensa en lo fácil y aleccionador que sería hacer un álbum de fotos sobre aquella burbuja que un día nos estalló.

Detrás de la barra del bar La Plaza, Verónica Ruiz atiende a los viajeros. «Aquí siempre hubo mucho veraneante, desde que yo era cría -dice-. Venía gente de Madrid, de Barcelona, del País Vasco... Pero ahora, no sé por qué, casi todos son guipuzcoanos. Llega el verano y se oye hablar en euskera tanto como en castellano». Verónica vive a gusto en su pueblo: «Hay tranquilidad para el que busca tranquilidad y movimiento para el que le gusta», resuelve. Los cronistas apuran sus botellines de agua y se entretienen un rato mirando el periódico local, 'El Collarón'. «La gente de aquí colabora mucho. No solo está el periódico, también hay una cofradía, danzadores...», sonríe Verónica.

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A la salida del pueblo, los viajeros se topan con el marqués del Ensenada. Su busto, obra del escultor Daniel, tiene el peluquín rizado y una mirada fría y apagada, la mirada de un estadista inteligente que comprueba el calamitoso porvenir de su patria. Dicen que hay dos partidas de bautismo del marqués -una en Hervías y otra en Alesanco- y de ahí la secular pendencia entre ambos municipios, que se disputan los honores de su nacimiento.

La mejor vista de Alesanco se tiene desde Torrecilla, que se yergue a kilómetro y medio, en un promontorio. «La verdad es que de aquí tenemos unas panorámicas excepcionales», dicen Emilio Pescador e Inocencio Ibarra. Los cronistas se los han encontrado cuando caminaban hacia el cementerio. Quieren ver si ya han traído una lápida para el nicho de un vecino que falleció hace pocos días. Sopla un viento cálido como una bufanda.

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Inocencio Ibarra tiene motivos para presumir. Nació en el año 16, así que dentro de unos meses soplará las cien velas. Camina tieso, no teme las pendientes, ni siquiera lleva bastón. Habla sin problemas, piensa como un rayo, bromea, oye de maravilla y tiene ojos de águila. Durante este viaje por La Rioja, el cronista (gracias a Dios) ha visto muchos ancianos prodigiosos, pero pocos como Inocencio.

-Dentro de dos años, cuando cumpla los cien, subimos a hacerle un reportaje.

-(Sonríe) Pues si suben les invitaré a merendar.

Inocencio habla quedo y sin alharacas. En sus años mozos fue agricultor: «Aquí siempre hubo viña y cereal. Si me apura, antes incluso había más viñedo. Todas las casas tenían sus pequeñas bodegas para hacer vino».

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A Inocencio le gusta el parque que han hecho en las traseras de la iglesia. Hay árboles y bancos. Apoyado en la verja, uno se siente asomado a un balcón. «Por las noches, se ven las luces de Badarán, de Camprovín..., todo el monte sembrado de lucecitas. Es muy bonito», coinciden Emilio e Inocencio. Reconocen, eso sí, que en invierno a veces sopla un aire del carajo. ¡Todo tiene su lado malo! Antes de despedirse, los viajeros se encuentran con Felisa, Jesús, Josefa, Palmira y Margarita. Todos ellos acceden a sacarse una foto en el pueblo. Sonríen, se toman un poco el pelo, posan... La vida, en estas horas vespertinas de canícula, discurre leve y algodonosa, amable como una caricia.

Los cronistas se marchan encantados de Torrecilla sobre Alesanco. ¡Da gusto encontrarse con gente hospitalaria! De buena gana hubieran aceptado tomarse un vino con Inocencio y sus amigos, pero tenían que acabar la jornada en Cordovín, lejos ya del río Tuerto.

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Cordovín es un pueblo de bodegas y de viñas, de casas altas y aire industrioso. En la carretera hacia Badarán, tres arcos delimitan la fuente de San Cristóbal, patrón del lugar. Es del año 51 y la decoran tres murales de azulejo: en uno aparece el santo, llevando al Niño a cuestas, en otro una bodega y en el tercero una ermita. De la fuente parte una escalera con balaustrada que conduce a la plaza. El Ayuntamiento, un edificio de hormigón, tiene un impostado aire de templete griego, como si en lugar de recibos de la contribución custodiase exvotos de la diosa Atenea.

Cae la noche y por fin refresca. Sopla un airecillo tibio y revoltoso. Diríase que alguien -bendito sea- ha encendido un ventilador. De una casa abandonada y cubierta por la hiedra sale un ruido de mil demonios, una furibunda algarabía de gorjeos y graznidos. Dos lugareños están sentados a la entrada de su casa. No quieren decir su nombre («aquí nos conocemos todos»), pero cuentan que en Cordovín siempre se vivió del vino. «Sobre todo del clarete -apostillan-. Ahora han hincado bastante tempranillo, pero ese ha sido lugar de claretes. Y en cantidad. En este pueblo siempre se cogió mucha uva».

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Los cronistas acaban la jornada en el bar El Sindicato. Toman un kas de limón apoyados en la barra mientras escuchan, a lo lejos, a Jack Lemmon vestido de vaquero. Un señor, sentado en una mesa cerca de la televisión, no pierde ripio. De alguna parte, no se sabe bien de dónde, surgen los primeros acordes de la Internacional. Los viajeros están agotados, sudorosos, apenas hablan entre sí y piensan cosas absurdas. Piensan, por ejemplo, cuántas películas de vaqueros habrá comprado la ETB 2.

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