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José Antonio Del Río
Miércoles, 14 de mayo 2014, 12:45
A Eduardo Gómez le sobran motivos para recibir homenajes tan sinceros, tan sencillos y tan sentidos como el que ayer le asaltó a traición en el ambigú del Adarraga y le arrancó algunas lágrimas a fuerza de sorprenderle impensables presencias y rematarle la inocente complicidad de sus nietas.
Que lo sepan, Eduardo, es abuelo. Abuelo y, desde ayer, octogenario aunque no lo parezca de tanto que anda empeñado en cargarse de argumentos para formar parte de la alineación titular de los indignados. Todo antes que sumarse a la de las clases pasivas que retozan su pereza al solisombra Del Muro de la Mata, una de tantas calles de las que es capaz de narrar al detalle milimetrado su historia del blanco y negro al tecnicolor.
Él prefiere perderse más al norte, por donde se asientan los santos Juan o Agustín o donde el Laurel deja de serelsiempresobra de todos los guisos para hacerse mayor y calle. Ahí es donde echa un rato, y algún vaso, cada día antes del paseo vespertino con la misma Mari Carmen mártir que le acompaña desde que el sol sale por el Este y que le regaló un puñado de hijos de los que habla con el indisimulado orgullo que a los hijos gusta que exhiban sin disimulo los padres profundamente orgullosos.
A Eduardo Gómez (Logroño, 1932), decía, le sobran los motivos para recibir homenajes, reconocimientos y abrazos sin fin por pertenecer a una raza de inagotable bonhomía y por ser un renacentista de nuestro tiempo que lo mismo sorprende con su capacidad artística para el garabato y con la zurda que por sus vastos conocimientos tecnológicos; que tanto se interesa por la ciudad donde habita va para el siglo comorememora al dedillo alineaciones de cuando alfoot-ball se le decía balompié; que recuerda pelotaris cuya memoria se pierde en calendarios macilentos al tiempo que se marca unas pochas con codorniz impecables o unos caracoles...
Y todo eso y mucho más con la gracia de quien perdió el brazo jugando con troneras y pistones, como le escuchó contar el que esto suscribe para ahuyentar a dos criaturas que enredaban con petardos a la puerta de un frontón de los cientos que ha visitado desde que un día se acercó a la Redacción que esta casa, que es la suya, tenía en la plaza de Martínez Zaporta, junto al Moderno y frente por frente al Negresco del Orejas, que le envenenó con el verde Berceo y conelnegro tinta de este periódico, que es el suyo, adonde un día en los 50 se acercó por ofrecerse a informar del Burle, del Berceo, del Balsa, del Recreación y del fútbol de por aquí y ya no supo, ni quiso ni le dejamos, salir por más que el almanaque pierda hojas o Internet quiera atracarse de papel prensa, del que huele como olía la vieja plaza de la Imprenta cuando Eduardo frisaba la veintena, anteayer, y empezaba a mutar en esa imprescindible visita que cada tarde aparece, pausada, tocado por su boina y discretamente silencioso, por entre estas mesas desde las que escribo, que son las suyas.
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