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Llevamos tanto tiempo hablando de despoblación y hemos gastado ya tantas palabras esdrújulas y tantas hipérboles románticas que nuestra primera misión debería ser olvidarnos de ... la poesía. Dejemos las égloglas, aparquemos la nostalgia, encerremos bajo siete llaves la melancolía, asumamos la realidad tal cual es, descarnadamente, sobriamente, sin esos adornos bucólicos a lo Beatus Ille que últimamente abundan tanto... y son tan hipócritas.
La gente se fue de los pueblos buscando una vida mejor. Y la encontró. Aquellas hermosas fotografías en blanco y negro que hoy nos conmueven hasta la lágrima, con las escuelas repletas -los niños con pantaloncitos y las niñas con trenzas-, escondían por lo general un ambiente fúnebre y miserable: calles embarradas, casas frías y poco acogedoras, inviernos durísimos, endogamia, odios enquistados, fatiga extrema, hambre incluso.
En su célebre (y muy recomendable) ensayo sobre la España vacía, Sergio del Molino narra un viaje por Francia. Descubre con un cierto asombro que allí sigue habiendo pueblos grandes y llenos de vida rural; algo que salta a la vista de cualquiera que coja el coche y vaya, por ejemplo, de Burdeos a Toulouse por carreteras comarcales. ¿Por qué eso no sucede en España? Las causas son seguramente muchas y muy variadas, pero creo que no debemos olvidar (y a veces lo hacemos) el impacto decisivo de la geografía. En su mayor parte, Francia se tiende sobre una llanura fertilísima y muy bien hidratada, en la que las plantas brotan casi espontáneamente, con un entusiasmo infantil. En cambio, yo todavía recuerdo con asombro las peripecias que me contaban los viejos agricultores de Navajún y Valdemadera, obligados a domesticar una tierra adusta y reseca, cruel, expuesta a fríos siberianos y a calores de desierto africano: horas y horas de trabajo, sin ayuda mecánica alguna, para sacar con fórceps un poco de trigo.
Pero eso ya pasó.
En un municipio camerano, un hombre anciano me miró con resignación y me dijo: «Los pueblos están mejor que nunca; pero la gente no quiere vivir en ellos». No le faltaba razón. Hay por esa Rioja vacía casas estupendas, calles bien pavimentadas, plazuelas agradables, frontones, polideportivos, piscinas, a veces hasta carreteras dignas y buenas comunicaciones. Pero tengo la sensación de que pretendemos luchar contra un cambio cultural de gran magnitud y eso es una tarea hercúlea, quizá imposible: no basta desde luego con ampliar los horarios del centro de salud o con poner señales de 4G por toda la sierra. Para comprobarlo, todos nos deberíamos hacer una pregunta: ¿Me iría yo a vivir de continuo a un pueblo, aunque fuese al mío, al que tanto quiero y al que regreso un par de semanitas todos los verano? Respóndase honestamente. Y trate de averiguar por qué.
Sin embargo, estas ásperas reflexiones no tienen por qué conducirnos al abandono y a la pereza. Si el Gobierno de La Rioja quiere de verdad luchar contra el éxodo rural e incluso -en la medida de lo posible- intentar revertirlo, lo primero que debería hacer es plantearse el problema de una manera seria, con un diagnóstico certero, medidas concretas y evaluables y un objetivo claro a medio plazo, sin vaguedades ni anuncios propagandísticos para ir tirando. Más cifras y menos apasionamiento. No se trata de «salvar los pueblos» como si fuesen ballenas, sino de encontrar la manera mejor de garantizar la diversidad de La Rioja y el bienestar de sus ciudadanos, decidan vivir donde decidan vivir. En los próximos años, muchos municipios riojanos deberán asumir su realidad guadianesca: de lunes a viernes estarán desiertos y resucitarán los fines de semana y los meses de verano. No morirán como Turruncún ni se convertirán en aldeas sepultadas por la maleza como Avellaneda, simplemente cambiarán de vida. Tampoco hay que llevarse las manos a la cabeza ni llorar amargamente por la leche derramada. Deberíamos, eso sí, facilitar la tarea de aquellos que decidan instalarse en el mundo rural: en algunos municipios, como Anguiano, hay incluso problemas de vivienda y resulta inexcusable que uno pueda residir en las Viniegras y hablar por el móvil y navegar por internet como si estuviese en la Gran Vía. Tampoco estaría mal rebajar los índices de cainismo localista que se advierten en ciertos pueblos -a veces alentados por sus propios ayuntamientos-, en los que se recibe a los forasteros como se los recibía en las películas del Oeste. De todo hay por esos mundos de dios.
Pero creo, sin embargo, que el verdadero reto no está tanto en esos pintorescos pueblecitos como en las ciudades pequeñas a cuya agonía asistimos impávidos y que resultan esenciales para que La Rioja no se resuma en Logroño más paisaje. Ya a comienzos del siglo XIX, el filósofo francés Robert de Lamennais alertaba de que la centralización causaba «apoplejía en el centro y parálisis en las extremidades». Quizá debamos empezar a abordar nuestra propia descentralización regional.
Cervera ha entrado en coma, Nájera está en la UCI y otras cabeceras, como Santo Domingo o Alfaro, necesitan un impulso urgente y no solo demográfico; también industrial y cultural, incluso anímico. Tal vez no sea del todo descabellado lanzar un Plan de Cabeceras de Comarca, bien dotado y mejor pensado, que permita poner un torniquete en la herida antes de que se desangren por completo. Si llegamos a tiempo para sujetar la población en estos polos, resultará más fácil insuflar aliento vital a sus respectivas comarcas. El tiempo apremia.
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