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Mediada la pasada legislatura, cuando el Gobierno del PP había logrado, como uno de sus méritos principales, trasladar el debate sobre el llamado invierno demográfico al corazón de la opinión pública riojana fueron frecuentes las reuniones donde, entre la plúmbea prosa política de rigor ... y la obsesión compulsiva de todo dirigente autonómico por el boato, los dirigentes del Palacete mantuvieron con los representantes de La Rioja interior, con su presidente de la cabeza. Uno de aquellos alcaldes, luego de asistir a ese tipo de encuentros alrededor del propio ombligo de convocantes y asistentes, se confesaba abatido. Miembro del PP como su jefe, el camerano José Ignacio Ceniceros, pilotaba una localidad donde sufría un calvario para contener el censo y añadir incentivos a quienes se animaran a empadronarse. «Pero de eso no se habla en esas reuniones», reflexionaba en plan confidencia. «Yo creo que todo el mundo tiene buenas intenciones pero nadie acierta con la solución». ¿La solución? «No podemos seguir pensando en atraer habitantes: tenemos que hacer políticas para que no se vayan los pocos que quedan».
Sus palabras se las llevó el viento. Como a él mismo. Desanimado, se decantó por abandonar la política activa y ceder el protagonismo a otra generación, consciente sin embargo de que en el territorio interior resulta a menudo tan difícil encontrar vecinos como candidatos a alcalde o concejal. Sus reflexiones, y sus lamentos, podían muy bien ser compartidas por otros alcaldes que, colores políticos al margen, al menos coincidían en su satisfacción ante una conquista común: el debate sobre la despoblación había salido del anonimato. Con la afortunada puntería de haber puesto el foco sobre una cuestión primordial: la desigualdad.
Habitar en los confines de la llamada España vacía admite pocas concesiones a la poesía. Todo conspira contra los audaces que mantienen viva esa llama primordial, porque en realidad en esas anchas tierras de la estepa castellana habita como advertían los maestros del 98 la esencia nacional. O buena parte de ella, la que se ha perdido: la urbanización que todo lo homogeneiza amenaza con acabar con ese tipo de español viejo que hoy se bate en retirada. A Miguel Delibes, que falleció hace diez años, le dio tiempo a percibirlo: «Ya nadie habla como se hablaba antes».
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No es la única pérdida. La fundamental tiene que ver con el sentido de la igualdad entre quienes habitan los distintos territorios del Reino de España. Nacer en una esquina del solar patrio sin conexiones decentes ni servicios dignos de tal nombre (incluido el prosaico wifi) condena a sus habitantes a protagonizar otra perversión contemporánea: la emigración. España se convierte entonces en el país de trashumantes que se adivinaba en la primera gran oleada migratoria, la del desarrollismo. Y, a diferencia de otros países de su entorno, sufre además otra enfermedad que parece imparable: la madrileñización. Un todopoderoso centro administrativo, industrial y de servicios que ejerce como polo magnético del resto de España y apenas deja evolucionar a las ciudades del interior que carecen de acceso a las mismas oportunidades de creación de riqueza y de conocimientos.
Con la pretensión de meditar sobre los males que acechan a los habitantes de La Rioja vacía, este periódico ha lanzado esta semana un ambicioso esfuerzo editorial cuyo primer propósito es humilde pero decisivo: identificar el problema. Se trata del primer e inevitable paso necesario para encontrar las soluciones a un reparto más equitativo y sensato de la ocupación del territorio. Esta cobertura periodística persigue otro objetivo adicional: una vez identificada la enfermedad, idear la receta para combatirla. Para lo cual parece imprescindible otra cuestión previa, que a menudo desaparece de la discusión política: visibilizar, por recurrir al verbo de moda, las adversidades que sufren los habitantes del medio rural. Porque están tan interiorizadas que ya ni siquiera se ven. Y los primeros resignados son quienes llevan toda su vida aceptando que tienen que jugar con las cartas que el destino les dio y no se rebelan contra su suerte.
Aquel alcalde que ya dejó de serlo había observado que, como sucede tantas veces no sólo en la política sino también en tantos ámbitos de la vida, lo urgente se acababa imponiendo a lo importante. Y echaba de menos en sus discusiones con los dirigentes gubernamentales y otros colegas de la Administración local una mirada más larga, más profunda. Tenía incluso la sensación de que la población tan envejecida que distingue a La Rioja, un factor que penaliza al conjunto de la región, se toleraba por el Palacete de buena gana, porque permitía un reparto más beneficioso de los fondos de financiación autonómica a escala nacional. Y advertía de otra anomalía en el discurso oficial, donde detectaba un exceso de derrotismo. A su juicio, la queja perenne, demasiado sombría, pintaba una situación tan catastrofista que conspiraba contra la buena imagen que en general se tiene en el resto de España de La Rioja. Una propaganda contraproducente.
La Rioja, ya se sabe: la región más pequeña. Un atributo que amputa sus posibilidades de generar actividad, carente no sólo de población sino de masa crítica para conquistar los más altos retos. Pero que puede revertirse como en un factor que le proyecte como potencial modelo nacional de cómo combatir el invierno demográfico: a diferencia del gigantismo que penaliza a otras regiones, ahí sí le ayudaría su magra extensión. Porque lo pequeño no solo es hermoso. También debería llenarse de vida con más facilidad.
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