Restos de lo que fue Buzarra, localidad en el valle del río Jubera, en el término municipal de Robres del Castillo.. I.J.

¿Quién te cerrará los ojos?

Los agricultores y pastores de viejo cuño siempre se han considerado hijos de la tierra y por eso no solo no quieren alejarse de ella, sino que esperan que les sirva de mortaja

ÍÑIGO JAÚREGUI

Viernes, 24 de julio 2020, 07:42

Muchas veces me he preguntado por las razones que llevaron a muchas personas, personas que he conocido personalmente, a seguir viviendo en los pueblos que sus vecinos estaban abandonando a toda prisa. Mientras los demás huían, marchaban sin volver la vista atrás, ellos decidieron quedarse ... en sus hogares asumiendo todas las consecuencias de esa decisión. ¿Qué es lo que les hizo aferrarse a sus aldeas, enquistarse en ellas, en un cuerpo agonizante y exangüe repleto de casas arruinadas, desventradas, asediados por las zarzas, el silencio, la decadencia, los espectros del pasado y la soledad? ¿Qué les condujo a ese empecinamiento? ¿Cuáles fueron los motivos que los llevaron a rechazar el cambio de residencia, y la oportunidad de disfrutar una vida renovada y mejor? ¿Por qué renunciaron a ella y, en su lugar, prefirieron, contra todo pronóstico, esperanza y consejo familiar, dar la espalda a los cambios que se estaban produciendo? ¿Por qué actuaron así? ¿Por qué lo hizo Zacarías, el marido de Romana? ¿Por qué José Luis, el Sastre? ¿Por qué Tío Casto? ¿Por qué sus hijos, Pablo y Clemente, desoyendo los consejos de sus hermanas, hicieron todo lo posible e imposible para morir en el pueblo en el que nacieron?

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Ahora, por fin, creo haber descubierto de dónde nacía el afán, el impulso insensato, la querencia irrefrenable, el sinsentido de seguir habitando un pueblo que apenas lo era porque le faltaba la gente, el único ingrediente verdaderamente esencial para que una agrupación de casas cobre vida real y se convierta en un vecindario. Y lo he hecho casi por casualidad, escuchando un tema compuesto por el difunto José Antonio Labordeta cuyas palabras encierran y desvelan la clave de ese misterio. La canción se titula '¿Quién te cerrará los ojos?' y, si no me equivoco, fue grabada por primera vez en 1995, durante una actuación que celebró en directo en el Auditorio Municipal de Zaragoza. Su letra dice así:

Al aire van los recuerdos/ y a los ríos las nostalgias/ A los barrancos hirientes/ van las piedras de tus casas / ¿Quién te cerrará los ojos,/ Tierra, cuando estés callada?/ En los muros crece yedra/ y en las plazas no hay solana/ Contra la lluvia y el viento/ se golpean las ventanas/ Sólo quedan cementerios/ con las tumbas amorradas/ a una Tierra que los muertos/ siguen teniendo por suya.

La fórmula es bien sencilla: tres estrofas de cuatro versos libres y un estribillo de dos, de versos tan libres como sus compañeros, que se repite a discreción, al gusto del intérprete o del auditorio al que va dirigida. Así de fácil, así de contundente, lacónica y austera. Esas pocas palabras condensan un sentimiento atávico e inefable, una conexión mística, un vínculo telúrico más arraigado y sagrado que cualquier lazo familiar y tan fuerte como la propia vida: el que unía a los campesinos con la tierra que trabajaban, de la que comían, en la que apacentaban sus rebaños, cortaban leña, sembraban y recogían sus cosechas o colocaban sus abejeras.

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Puede sonar lírico, melodramático o, incluso, hiperbólico pero carezco de una interpretación mejor y, además, creo sinceramente en ella. Que nadie espere una exposición razonada de mis motivos. Sin embargo, estoy seguro de lo que escribo.

Los agricultores y los pastores de viejo cuño, esos de los que quedan tan pocos, siempre se han considerado hijos de la tierra y por eso no solamente no quieren alejarse de ella sino que, además, esperan que les sirva de mortaja. Si el resto del mundo se ha apartado de la tierra, como afirma uno de los personajes del libro 'Puerca tierra' de John Berger, ellos están empeñados en hacer todo lo contrario. Sin embargo, no les sirve cualquiera. No les vale la de los cementerios anónimos de las ciudades, ni tampoco la de las cabeceras de comarca, ni la de los pueblos que una vez los adoptaron. Desean regresar a la tierra que les alimentó a ellos, a sus familias y a sus animales; a la que les dio de beber; a la que les defraudó y colmó de abundancia; a la que, indirectamente, les dio todo cuanto necesitaban: ropa, zapatos, muebles...; a la que les sostuvo mientras dieron sus primeros pasos y en la que yacieron mientras estrechaban otro cuerpo. Desean que esa tierra, lleca durante décadas, vuelva a labrarse manualmente y que en el único surco abierto reposen su carne y sus huesos. Esa es su forma de devolver a la tierra lo que le pertenece, equilibrar la balanza, reparar el daño causado o hacerse perdonar el maltrato del que fue objeto durante tanto tiempo. Por eso precisamente, se negaron y siguen negándose a marcharse. Por eso y porque no pueden olvidar ni abandonar a quienes les precedieron en la muerte y reposan, desde mucho tiempo atrás, en el cementerio. A los abuelos, padres, madres, tíos, hermanos y primos que descansan en sus tumbas, envueltos en un sudario de oscuridad, tierra y silencio. Como decía hace muchos años un buen hombre desgarrado por la inminente partida de la aldea en la que había nacido: «¿Cómo vamos a dejar solos a esos muertos, aquí, en este descampao, entre montes que estarán ya siempre vacíos?».

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