Una vida segada en La Moneda: las últimas horas de Salvador Allende
Cincuenta años después ·
Allegados al que fue presidente de Chile describen con emoción cómo se resistió hasta el final al golpe militar que sacudió al mundo aquel lluvioso 11 de septiembre de 1973
Bajen en fila, uno por uno, desarmados. Yo bajaré el último». Oscar Soto, el cardiólogo de Salvador Allende, cuenta en un libro sobre el 11 de septiembre de 1973 cómo el presidente constitucional de Chile 'autorizó' al centenar de fieles que permanecían con él el ... día del golpe de Estado a abandonar el Palacio de La Moneda. Desde primeras horas de la mañana de aquel martes lluvioso, regimientos de la Armada, del Ejército de Tierra y de la Fuerza Aérea se desplegaban en Santiago y rodeaban el recinto.
A las siete de la mañana los principales colaboradores del presidente fueron convocados con urgencia. En un principio no se conocía el alcance real del pronunciamiento. Con el paso de los minutos se supo que la sublevación era generalizada. No quedaban fuerzas leales. Todos los generales, excepto Carlos Prats, secundaban el golpe, mientras Augusto Pinochet, comandante en jefe, emergía como cabeza visible y consumaba la traición a su juramento de defender la legalidad constitucional.
Allende, metralleta en mano y con un casco, había decidido no rendirse y llegar hasta el final «por lealtad al pueblo de Chile y a los trabajadores». Desde 1970 presidía el gobierno de la Unidad Popular, una coalición de partidos de izquierda -la mayoría socialistas y comunistas- que sufrió un acoso sin precedentes. La derecha oligárquica, la CIA y algunos colegios profesionales, concertaron esfuerzos y recursos para aterrorizar a la clase media del riesgo de la deriva totalitaria, a pesar de que Allende siempre dijo que su apuesta era la democracia y la institucionalidad. Y lo consiguieron. La frase de Richard Nixon el 15 de septiembre de 1970 tras la victoria de la Unidad Popular fue premonitoria: «Haremos chillar a la economía chilena».
Los últimos discursos
El ajetreo en el interior de palacio era constante. El teléfono funcionó todo el tiempo y algunas emisoras de radio en manos de la izquierda sindical lo hicieron en parte. Desde las nueve de la mañana Allende y sus colaboradores sabían el destino que les esperaba y veían que el golpe había triunfado. A las once la fuerza armada lanzaba un ultimátum. A las doce comenzó el bombardeo. Las viejas paredes de piedra resistían a duras penas pero los cristales no. Saltaban en multitud de trozos. Allende rechazó el avión que le ofrecieron los militares, que tenían el plan de derribarlo luego.
30
muertos
La batalla contra el Palacio de La Moneda arrojó 30 muertos, 10 de los resistentes y 20 entre los ocupantes.
Osvaldo Puccio, el detenido más joven de La Moneda. tenía 20 años aquel 11 de septiembre y era estudiante de Derecho de la Universidad de Santiago. Desde primera hora estaba en La Moneda a donde había ido a acompañar a su padre, Osvaldo también, que era el secretario personal, y amigo, del presidente. «Es una fecha que cambió mi vida, nunca podré sacarla de mi memoria», confiesa desde Austria, donde reside, alejado de la vida pública. Recuerda prodigiosamente el penúltimo discurso del 'compañero presidente', una emocionante arenga desde un patio, antes del bombardeo, bajo el infernal ruido de los aviones y los helicópteros, en el que Allende se despide de todos, les agradece la lealtad y les autoriza moralmente que se vayan y salven la vida.
Puccio -que después sería embajador en España, Austria y Brasil y ministro del Gobierno del presidente socialista Ricardo Lagos- recuerda su despedida del presidente, el abrazo que le dio al abandonar el palacio cuando formaba parte de una delegación que salió de La Moneda y quiso negociar una salida, pero fue detenida por los militares. «Compañero, cuídese ese bigote», le dijo cariñoso al comentar su aspecto de joven de los años setenta. Puccio, con su padre, acabó en un campo de detención en la isla de Dawson, en la Antártida chilena. Luego comenzó un dilatado periplo por el exilio.
«Está pasando algo»
Patricia Jirón, hija del ministro de Allende. Tiene 65 años y vive en Barcelona, donde ejerce de psicologa de víctimas de violencia de género y de persecución de los derechos humanos. Aquel 11 de septiembre, con 15 años, al final no fue llevada al colegio por su padre -Arturo, que fue ministro de Salud de Allende durante un año con la Unidad Popular y médico personal del presidente-. «Mi padre cada día nos llevaba al Liceo Experimental Manuel de Salas, donde hubo luego tantos alumnos como profesores desaparecidos y exiliados». Patricia cursaba el penúltimo año de bachiller antes de ir a la Universidad. Esa mañana ni Patricia ni su hermano fueron a clase.
A las siete y media de la mañana, Jirón fue convocado con urgencia a La Moneda. «Está pasando algo», les dijo su padre. «No sospechábamos nada, nuestro entorno era de izquierdas, nuestro colegio era muy progresista, jugábamos a voleibol, incluso yo estaba en la selección chilena». Al llegar al centro escolar les dijeron: 'Todo el mundo a casa, hay un golpe militar y están bombardeando La Moneda'. «Yo sabía que mi padre estaba allí dentro, era algo que no entraba en nuestro imaginario, vivíamos con mucha seguridad, el mundo se nos cayó encima estrepitosamente en unos minutos». De vuelta de clase, escuchaban los bombardeos ella y su hermano escondidos debajo de la cama, aterrorizados.
Las bombas arreciaban sobre La Moneda. Los médicos deambulaban por la segunda planta. La primera estaba ya en llamas, un grupo de 'milicos', muy jóvenes, había conseguido entrar. Era la una y media del mediodía. El humo hacía el ambiente irrespirable aunque, la rotura de las cañerías de agua sofocó el incendio, Junto a los médicos, algunos detectives e incondicionales de Allende, los llamados GAP (grupo de amigos del presidente). Llevaban máscaras antigás. El doctor Jirón, al que el presidente llamó 'Jironcito' al despedirse de él, debía salir el último. El fue el segundo médico que reconoció el cadáver del presidente, que hacia las dos de la tarde se disparó una ráfaga de metralleta y se quitó la vida. El primero fue el doctor Patricio Guijón. Ambos comprobaron que tenía los sesos reventados, sentado solo en un sillón del Salón de la Independencia.
Luego vino el espanto. Y el silencio, «A mi padre le costó algunos años hablar de aquello, no quería decirnos nada, era terrible su trauma, hasta que poco a poco empezó a gestionar el duelo. La dictadura fue monstruosa, torturó a niños y forzó a niñas en presencia de sus padres para que hablaran», señala Patricia.
40.000
víctimas
Más de 3.000 personas murieron o desaparecieron entre 1973 y 1990. Hubo en total 40.000 víctimas.
Ya no volvió a ver a su padre hasta diez meses después. Los golpistas le llevaron a la isla de Dawson, con otros cargos y dirigentes de la Unidad Popular. Jirón no pudo reabrir su despacho de facultativo. Los pacientes tenían miedo y él estaba en arresto domiciliario. Luego vino el exilio de Venezuela. «Ahí empezó, el mismo día que cumplía los 18 años, mi vida en el exilio, he sufrido y he aprendido a vivir sin odio», asegura su hija.
El 'tío Chicho'
Paulina Soto lo evoca con lágrimas. «Desde la casa de mi vecino, que era el suegro de Ricardo Lagos, veíamos còmo salía el humo durante el bombardeo. quemábamos documentos y papeles, recuerdo un helicóptero con una metralleta disparando hacia la casa con una enorme angustia».
«Ya sabía que era un golpe de Estado definitivo, tenía solo 12 años pero era muy consciente de lo que estaba pasando. Solíamos pasar muchos fines de semana con Allende, al que llamábamos 'el tío Chicho', mi padre era su médico personal y le atendió como cardiólogo en una angina de pecho que le dio en campaña. Lo único que salvé fue un libro dedicado a mi padre con una dedicatoria que firmaba 'el viejo tío Chicho'. Arranqué la hoja, me la metí entre el calcetín y el zapato y la guardé». El 14 de septiembre viajaron junto a Hortensia Bussi, la esposa de Allende, a México. Les recibió todo el Gobierno vestido de luto. Comenzaba el exilio.
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