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Gerardo elorriaga
Lisboa
Martes, 3 de marzo 2020, 13:08
La acometida del océano sorprendió a miles de lisboetas en los muelles del Tajo, allí donde habían buscado refugio tras el terremoto mañanero que había destruido gran parte de la ciudad. El temblor había esparcido las lamparillas encendidas en las iglesias aquel 1 de noviembre ... de 1755, Día de Todos los Santos, sus llamas devoraban el interior de las iglesias y el fuego se propagaba por la trama urbana. Pero el espacio abierto era una trampa letal. El maremoto atrapó a los incautos, sumergió las partes bajas de la capital portuguesa y los supervivientes tuvieron que buscar refugio en los cerros colindantes.
La catástrofe ha regresado a Lisboa sin devastarla. Dos siglos y medio después, el país se enfrentó a otro desastre que también ha provocado flujos de población. El 6 de junio de 2011, la agencia Moodys calificó el rating de Portugal como bono basura y el gobierno asumió un durísimo programa de austeridad para recibir 78.000 millones de euros de ayuda, partida que incluía, entre otras medidas, la liberalización del mercado inmobiliario. El resultado ha sido calificado como el segundo tsunami de Lisboa, otra fuerza extraordinaria que, una vez más, ha arrojado a sus habitantes al extrarradio, más allá de sus siete colinas.
Los pequeños comercios y las familias hacinadas en apartamentos con rentas prácticamente varadas durante todo el último siglo, experimentaron el impacto de la desregularización. Los arrendadores pudieron negarse a renovar su contrato tras el vencimiento e, incluso, deshacerse de sus inquilinos si asumían la reforma del inmueble. Además, los gabinetes de centroderecha y socialistas cortejaron a los inversores extranjeros con iniciativas tan seductoras como los denominados 'visados dorados', que ofrecían permisos de residencia a los extranjeros que adquiriesen bienes inmobiliarios de valor superior a los 500.000 euros, o la del estatus de residente no habitual que conllevaba un benigno régimen fiscal.
Las ventajas económicas y el encanto de la capital atlántica atrajeron a la cantante Madonna o José María Cano, uno de los integrantes de Mecano, que adquirieron residencias de lujo en su casco antiguo. ¿Qué ha ocurrido con los nativos? «En Lisboa no quedan lisboetas y ni siquiera portugueses», lamenta Sandro Teixeira, sociólogo del Instituto Universitario. «No parece normal, pero es el resultado de la presión que sufre. La única forma que han encontrado los políticos para enfrentarse a la gran crisis económica ha sido el turismo. Todos aquellos que no eran propietarios han tenido que abandonar la ciudad», aduce. «Pero ocurre algo curioso. Portugal es un país atípico porque el 80% de su población vive en el litoral. Su capital sólo tiene 500.000 habitantes, pero dispone de una gran periferia metropolitana con cerca de 3,5 millones de vecinos. Hoy, el país se halla a las puertas de su mayor ciudad».
La arquitecta Inês Amaro comparte esta opinión. «La vida de los lisboetas discurre fuera del centro histórico», señala y explica que durante décadas las rentas del centro no fueron actualizadas y había quien, por ejemplo, desembolsaba 100 euros mensuales por un apartamento en el centro de la ciudad. «Esto protegía a los inquilinos más pobres, pero no permitía a los propietarios, carentes de capacidad financiera, hacer mejoras en las casas». Esta situación explicaba la característica imagen de ruina del corazón lisboeta, sus fachadas desconchadas y la atmósfera decadente, ya evaporada.
Portugal, aún en mayor medida que España y Grecia, apostó por el turismo como tabla de salvación de las zarpas de la bancarrota. La retícula diseñada por el marqués de Pombal tras el terremoto exhibe las consecuencias de este nuevo tsunami. Las casas de la Baixa, el barrio con vistas al estuario, se antojan construcciones clónicas que comparten similar desolación. Rehabilitadas, los bajos están ocupados por franquicias internacionales, los establecimientos hosteleros y las tiendas de recuerdos, mientras las plantas superiores se antojan vacías.
El centro de Lisboa parece rendido a los visitantes. Apenas hallamos oferta mercantil o servicios de cualquier tipo. «Muchas personas buscaron alojamiento en la periferia y también es ahí donde se encuentran los supermercados y las tiendas tradicionales, los médicos y dentistas, o las oficinas», señala Amaro. Lisboa se ha convertido en un área administrativa, abandonada cuando cae la tarde. «Cuando se pasa por sus calles de noche, el sentimiento es de soledad».
Cada cinco minutos un avión sobrevuela el Monumento a los Descubrimientos, enfila el río Tajo y se desvía en dirección al aeropuerto Humberto Delgado. El constante ruido generado por el tráfico aéreo es una de las nuevas señas de identidad de la capital. La captación de compañías 'low cost' de América y Europa colapsa el tráfico aéreo. «Se quiere ampliar el actual y crear otro para recibir 72 aviones a la hora», explica.
El movimiento 'Morar em Lisboa', impulsada por residentes, publicó una carta abierta en 2017 denunciando que la urbe se había vuelto la ciudad de los refugiados de los impuestos, el alquiler turístico y el capital inmobiliario internacional. «Monica Bellucci se compró una casa enorme, pero vive en París», apunta.
Mientras tanto, las tiendas tradicionales han desaparecido, el mercado de alquiler disminuye y las redes vecinales se desvanecen. La masificación y la compra por foráneos se abaten también sobre Oporto o el Algarve, en manos .
Los nativos se resignan o buscan culpables en los foráneos que acogotan el centro urbano. «Ya se habla de Portugal para los portugueses y ese clamor es bueno para la extrema derecha. Ahora los ciudadanos cargan contra esos trabajadores brasileños y asiáticos que cobran poco, contra esos ocho inmigrantes viven hacinados en una habitación. Pero eso es también Lisboa».
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