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Vladímir Putin mostró ayer su arrogancia a Occidente con una visita a la ciudad martir de Mariúpol apenas dos días después de que el Tribunal Penal Internacional le acusara formalmente de crímenes de guerra. Allí, rodeado por los fantasmas de los miles de civiles muertos ... en el asedio a este lugar –1.348 confirmados por la ONU, 22.000 según el Gobierno de Kiev–, el presidente ruso aseguró que él nunca se sintió «ansioso de desencadenar confrontación alguna» con Ucrania y que incluso en el Kremlin «teníamos asumido que seríamos capaces de resolver la situación de manera absolutamente pacífica».
Como es habitual en su discurso, todo se torció cuando se dio cuenta de que sus socios occidentales «no tenían intención de resolver nada por medios pacíficos» y «se dedicaron a bombear armas a Ucrania y a preparar a sus fuerzas para realizar operaciones militares», mientras los nacionalistas acosaban a los ciudadanos de Crimea, la península anexionada en 2014 a la Federación Rusa. «Era nuestro deber sagrado protegerlos», aseveró Putin en las mismas calles donde en marzo se hizo la dramática fotografía de una mujer a punto de dar a luz, malherida, siendo trasladada entre ruinas después de que la aviación rusa bombardease la maternidad de Mariúpol. La primera atrocidad que envió al mundo el mensaje de que esta guerra sería especialmente despiadada.
El mandatario ruso llegó de madrugada por sorpresa, tras haber hecho escala el sábado en Crimea y más tarde en Sebastopol. También visitó a las tropas en Rostov. Una agenda apretada para el jefe del Kremlin, que por primera vez desde 2014 se aproximaba tanto a la devastación de la guerra, al Donbás, a lo más parecido al frente donde estos días se descarnan los militares rusos y ucranianos en un pulso inmóvil: ni unos realizan grandes avances ni otros retroceden en la línea divisoria encabezada por Bajmut, aunque la sangría de muertos es muy real.
Putin aterrizó en un helicóptero y se puso al volante de un coche. Una imagen ya recurrente en él. También condujo en la reapertura del puente de Crimea en diciembre tras el atentado que lo destruyó parcialmente. Recorrió varias calles de Mariúpol, las que han sido restauradas, todavía sumidas en la oscuridad de la noche, y luego se sometió a una colección de fotos, a veces rayanas en un propagandismo patético. En una aparece con el ministro responsable de la reconstrucción del Donbás invadido revisando unos planos sobre una mesa de madera colocada en un parque de juegos infantiles nuevo.
Putin también se dejó ver conversando con varios vecinos, que le abrieron las puertas de sus casas e incluso de sus cocinas, humildes, con los platos del desayuno aún colocados en la mesa. «Tenemos que conocernos mejor», les dice en el vídeo emitido por la televisión rusa. El presidente parece encontrarse en terreno familiar: quizás en lo básico de esos platos y lo espartano de unas casas recién rehabilitadas que han visto muerte y sangre y dejado atrás la huella de la metralla y de los orificios de bala reconozca su propio ecosistema infantil del barrio marginal de San Petesburgo donde él mismo creció.
El aparente confortable ensimismamiento solo se rompe cuando uno de los vecinos le recuerda que ha «perdido todo» en la guerra. Sin embargo, el jefe del Kremlin replica con una buena noticia: su gabinete acelerará los proyectos para construir nuevas áreas residenciales. El objetivo es convertir Mariúpol en una «pequeña parte del paraíso». Putin, como puede apreciarse, es un mensajero del ave Fénix a quien el Tribunal Penal Internacional quiere sentar en el banquillo por crímenes contra la humanidad.
Mariúpol pertenece a la trilogía de la destrucción que sobrecogió al planeta durante el primer trimestre de la invasión. Primero fue el asedio a Kiev. A continuación, en marzo, la atroz matanza de civiles y las tierras que se abrieron para sacar cientos de cadáveres a la luz en Bucha. Y finalmente el cerco a Mariúpol, los bombardeos y la batalla de Azovstal, donde soldados, mujeres, ancianos y niños resistieron durante semanas hasta rendirse en mayo sin alimentos, apenas agua ni medicinas. 350.000 civiles abandonaron la ciudad. El número de tropas abatidas se desconoce. Hay varias decenas de expedientes por crímenes contra la humanidad en este enclave, lo que ayer hizo más simbólica y dramática la visita del recién encausado Putin. «El criminal internacional Putin ha visitado la ciudad», denunciaron las autoridades locales ucranianas mientras el Ejecutivo de Kiev destacaba su «cinismo. El criminal siempre vuelve a la escena del crimen».
El presidente ruso quiso dejar clara la autoridad de Moscú sobre los territorios ocupados. Y también su desprecio a quienes le llaman criminal. «Muy bien», comentó sobre la restauración de la Sala Filarmónica de Mariúpol, un emblema cultural donde se llevaron a cabo los juicios contra algunos mandos ucranianos detenidos en Azovstal, para lo cual Rusia instaló jaulas dentro del edificio. La imagen de Putin sentado en el patio de butacas quizá haga más ignominiosa otra imagen, la del Teatro Dramático de Mariúpol que la aviación rusa redujo a escombros justo el 16 de marzo de 2022 con al menos 200 refugiados en su interior, muchos de cuyos cuerpos nunca han sido recuperados.
Tras su visita a Crimea, Sebastopol y Mariúpol, esta última «muy espontánea» según su portavoz, Dmitri Peskov, el presidente ruso regresó a Moscú para preparar el recibimiento de su homólogo chino, Xi Jinping. La visita durará hasta el miércoles y mañana los dos mandatarios abordarán el plan de paz diseñado por Pekín para la guerra en Ucrania. El dirigente chino tiene previsto hablar también por videoconferencia con el líder ucraniano Volodímir Zelenski para presentarle la propuesta. Putin y Xi firmarán varios acuerdos durante esta «histórica» visita que, según el Kremlin, abre «una nueva era» en las relaciones entre Rusia y China.
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