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En Nurdagi ya no hay sitio para los muertos. Al igual que en muchas otras localidades devastadas por el terremoto que sacudió el lunes Turquía y Siria, aquí se están ampliando los cementerios para dar sepultura a sus víctimas. Junto a los enterradores que cavan ... sin parar, máquinas excavadoras amplían tanto el camposanto ubicado a la entrada a la ciudad desde Gaziantep como el que linda con su pequeño hospital. Cada día, ambos reciben una interminable procesión fúnebre de cadáveres, en ocasiones familias enteras. Solo unos pocos llegan en ataúdes y la mayoría emprende este último viaje en bolsas de plástico.
Cinco cadáveres, uno de ellos de un menor de edad, son colocados cuidadosamente junto a la entrada mientras los familiares rompen a llorar. Hassan y Bashar han perdido dos hijos cada uno. «Ahora están en el paraíso con Alá», se consuelan clamando al cielo con las manos extendidas cuando les damos el pésame. Al fondo, un grupo de hombres canta 'Allahu Akbar' («Dios es el más grande») mientras, a la derecha, otro hunde sus manos en la tierra de la tumba que hay a sus pies.
El último balance oficial de fallecidos por el terremoto asciende ya a 20.300, de los que 17.134 perecieron en Turquía y 3.162 en Siria. De magnitud 7,4, es ya una de las mayores catástrofes naturales de los últimos años, equiparable al tsunami que arrasó la costa nororiental de Japón y desató el accidente nuclear de Fukushima en 2011. Y todavía faltan por contar los desaparecidos que siguen atrapados bajo los escombros de los 6.400 edificios que se derrumbaron por completo, según calcula la Autoridad de Gestión de Desastres y Emergencias de Turquía (AFAD). Solo en Nurdagi, que tiene 60.000 habitantes, han fallecido unas mil personas. Pero se sospecha que pueden ser hasta tres o cuatro veces más, porque se desplomaron totalmente 500 inmuebles y numerosas víctimas siguen desaparecidas. Una vez pasadas 72 horas del terremoto, cada vez hay menos posibilidades de hallar supervivientes entre los cascotes, pero los equipos de rescate siguen afanándose en su búsqueda aunque luego solo encuentren cadáveres.
Mientras uno de estos grupos rastrea la cima de una montaña de escombros que aplastó a varias personas, a su alrededor las excavadoras limpian el terreno de hierros retorcidos y coches despanzurrados. Oglu, un hombre de 60 años, contempla la escena llorando desconsolado, porque ha perdido a su hijo y su nieto, cuyos cuerpos siguen entre la pila de cascotes que antes era su casa.
En Nurdagi, muchos cuentan el luto a pares y hay quien ha llegado a perder hasta media docena de parientes, como Omar Faruk. «Mi madre, mi hermano, mi hermana y dos de mis sobrinos. Junto a otro pariente más, han muerto seis personas en mi familia», enumera este ingeniero industrial que oculta su desesperación tras unas gafas de sol.
A la pérdida de los seres queridos se suma la destrucción de sus hogares, que ha dejado a la intemperie a 380.000 personas en todas las zonas sacudidas por el terremoto, según los últimos datos del Gobierno. Desde el lunes, Mahmut y su esposa, Hanun, viven con sus siete hijos, de entre 3 y 16 años, en su coche, un viejo Fiat blanco.
Los parques se han llenado de tiendas de campaña para los evacuados, proporcionadas por AFAD y también por la ayuda humanitaria de Qatar. En uno de ellos nos encontramos a Hassan, quien horas antes había enterrado a sus dos hijos y sobrelleva la pena con otros parientes alrededor de una hoguera. Estos campamentos no solo dan cobijo a quienes se les ha caído la casa, sino también a aquellos que no pueden volver a sus domicilios porque corren riesgo de derrumbe. Además de los edificios destruidos, hay otros 700 seriamente dañados que pueden venirse abajo en cualquier momento. Ante algunos de ellos, la Policía controla el tráfico y ordena que se pase rápido para evitar accidentes.
Por todas partes se escuchan críticas al presidente Recep Tayyip Erdogan en un momento especialmente inoportuno, ya que en mayo se celebran elecciones generales. «En este país no hay libertad de expresión y no voy a decir mi nombre, pero no estábamos preparados para este terremoto», se queja un médico del hospital local. Con solo 25 camas, ya estaba saturado antes porque atendía a 500 pacientes diarios, pero ahora ha tenido que cerrar por los daños del seísmo. Con medio equipamiento inutilizado, sus doctores atienden a los heridos en una escuela. Lo mismo ocurre en otros lugares afectados, donde los heridos ascienden a 54.000. «No hay tiempo para los sentimientos, sino para curar a los pacientes», responde el médico cuando se le pregunta por su estado de ánimo tras la tragedia.
La única buena noticia es que ya está llegando la ayuda humanitaria y convoyes de camiones colapsan las carreteras de entrada a esta ciudad devastada y sin sitio para los muertos en los cementerios. En Nurdagi, sus casas fueron sus tumbas.
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