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Israel ha dado por terminados los combates contra grupos de milicianos fuera de la Franja y ha reabierto el paso a las localidades del sur que durante 72 horas fueron la auténtica línea del frente. El avance del Ejército supuso el descubrimiento de las masacres ... cometidas por los islamistas en los lugares que ocuparon. Las excavadoras trabajan sin descanso en el centro de Sderot, la principal ciudad de la zona con una población de 27.000 personas. Retiran los escombros de la comisaría de Policía donde se atrincheró el enemigo y que ha quedado reventada tras los combates. «Todavía quedan cuerpos de terroristas en el interior», advierte un médico de los servicios de emergencia israelíes (Zaka), que sigue los trabajos desde la primera línea.
El doctor, que pide mantener el anonimato, no duerme desde el sábado. Hay que cortar la conversación y correr a un refugio cercano porque suena la alarma. En el interior de la caseta de cemento, todos revisan el tipo de alarma en los móviles en las distintas aplicaciones que se encargan de informar en cada ataque. «Es un avión no tripulado kamikaze. Tenemos que estar diez minutos. En caso de cohete es menos tiempo», explica el médico con la calma de quien ha repetido este ejercicio en infinitas ocasiones. Tiene los ojos enrojecidos por la falta de sueño y por el horror del que ha sido testigo: «gente degollada tirada por todas las esquinas, pilas de cadáveres calcinados, cuerpos desmembrados… No tengo palabras». Acaba de llegar de la cercana localidad Kfar Aza, donde han encontrado decenas de víctimas mortales en las últimas horas.
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Pasados los diez minutos se retoma la actividad de desescombro. Las calles están desiertas y los pocos vecinos que se ven deambulan sin rumbo, pero sin alejarse demasiado de los refugios. No hay electricidad, las tiendas están cerradas y todo aquel que ha podido huir, ya lo ha hecho. «Sólo quedan ancianos y ciudadanos sin recursos, que no tienen capacidad de pagarse un alojamiento en otra parte», informa un uniformado que vigila la zona de la comisaría.
Ofer camina por la calle Herzl sin poder creerse lo que les ha pasado. Vio la llegada de los milicianos desde la ventana de su cocina, situada frente a la comisaría. «El sábado a las seis de la mañana escuchamos muchos cohetes. No habíamos oído nunca tantos juntos. Fue una maniobra para confundirnos mientras ellos cruzaban la valla en silencio. Vi a los terroristas desde mi ventana, pero ellos no se percataron. Estaba seguro que después de matar a los policías vendrían a acabar con nosotros casa por casa, pero tuvimos suerte y salimos vivos».
Es la primera vez que habla de lo sucedido y necesita desahogarse. Las brutales imágenes de las matanzas de Hamás en las localidades próximas le causan «un gran terror porque pueden volver en cualquier momento. Ya no hay forma de sentirse seguro, pero no tengo adonde ir. No tengo familia, no tengo dinero para pagarme un hotel. Constantemente nos obligan a meternos en los refugios por los cohetes».
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Julia Fernández
Moshe Hashon es otro de los vecinos que ha decidido salir a la calle después de tres jornadas semiencerrado. Está enfadado con el Gobierno porque «ellos están más preocupados de sus problemas internos, de la reforma de la Justicia, que de la seguridad y mira lo que nos ha pasado. Hamás nos ha invadido. Es inaudito. Nunca lo pudimos imaginar». Él también se queda porque no tiene «otro remedio, pero si fuera por mí me iría no de Sderot. Me iría de Israel. Éste es un bastión de Netanyahu, pero estamos enojados con su respuesta. Nos decía que el enemigo era pequeño, que lo podíamos aplastar y mira ahora».
Al otro lado de la calle el rabino David Fendel trata de coordinar la distribución de la ayuda. Grupos de voluntarios con comida llegan desde otras ciudades y corre a sus coches para saber qué traen y decirles dónde hace falta. Llegó hace treinta años a Sderot. «Éste es mi lugar. No me pienso mover porque el Ejército volverá a tomar el control de la situación. Confiamos en el Ejército». Habla mientras el cielo ruge. Los bombardeos sobre Gaza son brutales. «No hay otra forma. Son unos asesinos y deben pagar lo que han hecho. Pedimos a nuestras tropas que esta vez vayan hasta el final, que los bombardeen a muerte hasta que se rindan, que no paren antes», reclama el religioso.
Hay que alejarse unos kilómetros de la comisaría para llegar a otro de los puntos negros de la localidad, la parada de autobús frente a la biblioteca municipal. El suelo está cubierto de sangre, aún fresca, y lleno de moscas. Aquí los islamistas ametrallaron a quemarropa a un grupo de vecinos que salía hacia el Mar Muerto a pasar unos días de vacaciones. Todo permanece congelado en el tiempo, como un fragmento de una película de terror. En la parada, pegada a un refugio anticohetes, queda una estantería de libros en cirílico –muchos residentes de Sderot son de origen ruso– que fueron testigos mudos de la matanza. El olor de la sangre se mete hasta el estómago. El olor a sangre impregna ahora los dos lados de esta guerra que estalló el sábado con el ataque de Hamás, pero que nadie sabe cuándo terminará. Lo que tienen claro en Sderot, es que nada volverá a ser como antes.
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