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El nuevo Gobierno de Siria ha afrontado esta Navidad los peores episodios de violencia desde que hace dos semanas el régimen de Bashar al Assad fuera derrocado y los rebeldes comenzaran a establecer su dominio en el país. En un momento que parecía más dulce ... de lo que es en efecto, con cientos de exmilitares y expolicías entregando sus armas en las comisarías ahora dirigidas por la organización islamista Hayat Tahrir al-Sham (HTS), catorce agentes del nuevo Ministerio del Interior han muerto en una emboscada organizada por leales de Al Assad en Tartus.
El responsable ministerial, Mohammed Abdel Rahman, informó este jueves de que otros diez policías resultaron heridos en la misma trampa y tres atacantes fueron abatidos. Las autoridades de Damasco reconocieron que un manifestante también murió en una protesta en Homs bajo el fuego de las fuerzas de seguridad, mientras que en Hama un agricultor perdió la vida al explotar una mina.
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Todo ello conduce a una realidad: en Siria persiste la tensión y la sensación de que la vida todavía cotiza a la baja, aunque naturalmente no tanto como durante el anterior régimen, que desató una auténtica cacería humana con 600.000 asesinados y desaparecidos. El Gobierno encabezado por Muhammad al Golani, líder de HTS, la coalición que dirigió la insurrección, se enfrenta al reto de unir a un complejo y numeroso mosaico de facciones, minorías y organizaciones locales; tantas que nadie conoce su cifra exacta. Están pertrechadas de armas y en algunos casos enfrentadas entre sí. Al Golani ha anunciado un acuerdo con diferentes jefes rebeldes para que sus milicias entreguen el armamento y pasen a formar parte del nuevo ejército nacional. Su proyecto consiste en que milicianos y arsenales queden bajo el control del Ministerio de Defensa y se dediquen a combatir a los últimos leales de Al Assad, instaurar una paz general y eliminar la indefinición e inseguridad que hoy persisten, una necesidad urgente del Ejecutivo de cara a su proyección exterior.
Sin embargo, el proyecto está lejos de consolidarse. Ni las Fuerzas Democráticas Sirias, en manos de los kurdos, ni las facciones árabes del Ejército Nacional Sirio, apoyadas por Turquía, están dispuestas a entregar su armamento. Lo mismo sucede con las células de Estado Islámico que perviven en pequeñas zonas del país y con los combatientes drusos de la ciudad suroccidental de Suwayda, que han anunciado que no confían en el Ejecutivo de transición.
En Tartus, Hama, Homs y otras regiones de Siria se producen toques de queda puntuales durante la noche. En la primera de esas provincias, que se estira a lo largo de la costa y es el lugar de residencia de la minoría alauí -la misma a la que pertenecía el presidente derrocado-, catorce policías cayeron en una «emboscada» el miércoles mientras buscaban a un exoficial vinculado a la atroz represión en la cárcel de Sednaya: Mohamed Abdel Rahman, director del departamento de Justicia militar que dictó miles de sentencias de muerte en la prisión más horrenda del país.
Los agentes fueron cercados por hombres armados cuando intentaban inspeccionar varias casas en una zona rural en busca del militar. El intercambio de disparos resultó de extrema violencia. Aparte de los policías, tres milicianos murieron acribillados en el que ha sido el enfrentamiento más grave desde la insurrección.
El Ministerio de Interior lanzó este jueves una potente operación para capturar a los leales de Al Assad que viven en el bastión alauí. Las patrullas peinaron los bosques y montes de Tartus con el balance de «varios detenidos». También ha instalado controles especiales en las provincias donde campan los grupos alejados de la disciplina de Damasco. El ministro señaló que no dudará en tomar medidas enérgicas contra «cualquiera que se atreva a socavar la seguridad de Siria».
Lo cierto es que aún existe una delgada línea entre la calma y los brotes de violencia en una nación fuertemente dividida en etnias y clanes dispuestos a saltar a la menor chispa. El martes, cientos de cristianos se echaron a las calles de la capital para protestar por la presión de los agentes islamistas y la quema de un árbol de Navidad en As-Suqaylabiyah (Hama). Los cristianos, ahora unos 400.000 de los 1,5 millones censados antes de la guerra civil de 2011, temen las acciones de las nuevas autoridades islamistas y afirman que en los controles callejeros los policías instan a las mujeres cristianas a ponerse el velo y a los automovilistas a retirar cualquier símbolo religioso de sus vehículos.
Pero no se trata solo de esta comunidad. El miércoles, miles de alauíes desafiaron al Gobierno con la mayor movilización realizada desde el derrocamiento de Al Assad. Recorrieron Homs, Latakia, Tartus y Qardaha después de que en las redes sociales se viralizara un asalto a uno de sus santuarios. Hubo episodios de violencia. En uno de ellos, la Policía mató a un joven e hirió a otros cinco tras abrir fuego «para dispersar» a la multitud. Más tarde pudo comprobarse que el vídeo no era actual y fue grabado a principios de este mes cuando los rebeldes ocuparon Alepo.
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