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El entorno, a veces, es más fuerte que la voluntad. Así le ocurre a Jordania, un país árabe y musulmán que, a pesar de su moderación y cierto aperturismo, se halla en alerta permanente por situarse justo en medio del conflicto con Israel. Literalmente, ya ... que el reino hachemí, que libró dos guerras contra el Estado judío hasta que firmaron un tratado de paz en 1994, tiene fronteras con Israel y dos de sus más acérrimos enemigos en la región, Siria e Irak. Y, cuando la tensión no viene de alguno de ellos, su espacio aéreo puede ser atravesado por cientos de misiles como los que Irán lanzó contra territorio hebreo el mes pasado, algunos de los cuales fueron derribados por el ejército jordano y cayeron en su capital, Amán.
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Pablo M. Díez
Mikel Ayestaran | María Rego
Lindando al oeste con Israel y Egipto, al norte con Siria y al este con Irak y Arabia Saudí, un recorrido por los límites de Jordania revela las heridas que siguen abiertas en Oriente Medio. A solo 80 kilómetros de Amán, viajamos primero al norte, hasta la provincia de Mafraq, donde se levanta en plena frontera el mayor campo de refugiados sirios: Zaatari.
En funcionamiento desde julio de 2012, cuando empezaron a asentarse los primeros exiliados que huían de la guerra civil en Siria, llegó a albergar a 120.000 personas un año después y hoy acoge en sus cinco kilómetros cuadrados a unas 80.000. De ellas, 20.000 han nacido en el campo, donde hay una media de 40 partos por semana y la mitad de la población son niños, muchos de los cuales no han salido nunca de su perímetro. Con el tiempo, este asentamiento de tiendas de campaña en medio del desierto ha crecido hasta convertirse en una auténtica ciudad, por cierto una de las más pobladas de Jordania.
A tenor de las cifras oficiales de la Agencia de Naciones Unidas para los Refugiados (Acnur), cuenta con 25.000 casas prefabricadas, ocho clínicas, una planta con paneles solares para generar electricidad nueve horas al día y un mercado de tres kilómetros de largo con 1.800 puestos llamado 'Sham Elysees', que juega irónicamente con los nombres de 'Ash-Sham', como se conoce en Siria a Damasco, y los Campos Elíseos de París.
Cerca de su puerta principal, vigilada por una tanqueta blindada del ejército jordano, nos topamos con Hassan, un refugiado sirio que sale del campo junto a otros compañeros para trabajar en los pueblos de alrededor. De 34 años, huyó en 2013 de los bombardeos del régimen sirio en la vecina ciudad de Daraa, donde en marzo de 2011 habían estallado las protestas contra Al Assad dentro de las revoluciones de la Primavera Árabe.
«Mi padre y mi hermana siguen allí, pero yo no volveré a Siria porque tengo el estatus de refugiado y puedo ser detenido si regreso», nos cuenta Hassan, quien vive en el campo junto a siete miembros de su familia en una casa prefabricada de siete por seis metros. Cada uno ellos recibe al mes 15 dinares (20 euros) de Acnur, pero no resulta suficiente para este treintañero porque también tiene que enviarle dinero a sus parientes en territorio sirio. Cargando una escalera en su bicicleta, en cuya cesta lleva un botijo para refrescarse, sale cada mañana del campamento para hacer chapuzas como herrero y sacarse así al mes entre 200 y 300 dinares (entre 262 y 393 euros), pero solo el 4% de los que viven como él en Zaatari tiene permiso de trabajo.
Hassan (34 años)
Refugiado sirio
Mientras hablamos con él, por el cielo pasan los cazas de la cercana base militar Rey Husein, donde hay acantonadas tropas de Estados Unidos, Alemania y Francia para tener a tiro las fronteras de Siria e Irak e interceptar posibles ataques como el último de Irán. «Lo que está ocurriendo en Gaza es una tragedia y espero que Dios les ayude, pero Jordania hizo lo correcto al derribar los misiles contra Israel», explica Hassan, quien no oculta su odio al régimen de Teherán porque «es quien nos mató al apoyar al régimen sirio».
Por la salvajada de dicha guerra y el éxodo de refugiados que trajo a Jordania, los recelos hacia Irán en esta zona van mucho más allá de la división religiosa entre suníes y chiíes. «Oíamos las bombas de Siria como si estuvieran cayendo aquí», recuerda Mohamed, un policía de tráfico jubilado que vive en un pueblo de la frontera y hace autostop para llevar unas hierbas medicinales a un amigo en otra localidad próxima. «A veces, los misiles sirios entraban en Jordania», cuenta el hombre, ataviado con un caftán.
Incluso después de la guerra, la tensión en la frontera se aprecia en las garitas del ejército jordano que custodian la valla con el territorio sirio. Acabado el éxodo de refugiados, quienes se cuelan ahora por aquí son las mafias que, apoyadas por Irán y Siria, trafican con drogas y personas para desestabilizar al reino hachemí.
Mientras avanzamos por la carretera, desde la que se ven los pueblos sirios al otro lado, en la radio del coche las noticias informan de dos alijos de droga descubiertos en la frontera de Jaber: uno de 8.500 pastillas y otro de 35.000 en autobuses procedentes de Siria.
Ante dicho puesto fronterizo, custodiado por militares y protegido con bloques de hormigón, hacemos una parada en un puesto de té. Entre los pocos que van a cruzar hoy a Siria está Husein. De padres sirios, nació hace 50 años en Kuwait y tuvo que exiliarse en su país de origen familiar por la invasión iraquí de 1990, que provocó la Primera Guerra del Golfo. Luego recorrió el camino inverso cuando estalló la guerra civil.
80 kilómetros
separan a Amán, la capital jordana, del mayor campo de refugiados sirios. Se levantó en julio de 2012 y un año después albergaba a 120.000 personas. Hoy viven unas 80.000 en este espacio de cinco kilómetros cuadrados donde nacen cada semana unos cuarenta bebés.
«Estábamos muy bien en Kuwait, pero lo dejamos todo atrás, coches y casas, por la ocupación de Sadam Husein. Mi vida nunca volverá a ser normal», se lamenta tomando un té mientras las moscas revolotean alrededor. Asentado de nuevo en territorio kuwaití, viaja a Siria para visitar en Daraa a su madre, quien hace unos años volvió con su padre para que este pudiera morir en su tierra. «Ella es mayor y no corre peligro, pero a mi primo lo decapitó el ISIS en público para dar un escarmiento», relata los horrores que sufrió su pueblo cuando fue controlado por los islamistas radicales que querían imponer un califato. «La guerra ha terminado, pero la violencia sigue por las mafias», se queja.
- ¿Y la Policía?
- Esa es la peor mafia. Después de las tres de la tarde, ya no salgo de casa por seguridad.
Tras despedirnos de él y desearle suerte, nos encaminamos a la cercana ciudad de Ramtha, que tiene otro puesto fronterizo con Siria pero ahora está cerrado. Como recordatorio de su sangrienta guerra civil, algunas tumbas de su cementerio con la bandera siria revelan que allí descansan 'mártires' que lucharon contra el régimen de Al Assad.
Igual de fuerte que el recelo con Siria e Irán es el cariño que, en cambio, se aprecia en Jordania por Sadam Husein, cuyo retrato decora tiendas junto al de los reyes Husein y Abdalá II. En pegatinas que lucen numerosos coches y móviles, su huraño rostro barbudo se ve por doquier. A pesar de las barbaridades cometidas por el difunto dictador iraquí, los jordanos todavía recuerdan que les vendía petróleo más barato que el precio del mercado, lo que impulsó la economía de esta zona también cercana a la frontera iraquí. Como un vestigio de ese dorado pasado, así lo atestiguan los numerosos camiones cisterna que, ya sin trabajo, acumulan polvo del desierto en los pueblos que atravesamos rumbo al oeste, camino del valle del Jordán.
Aquí se resume buena parte de los agravios históricos de Oriente Medio. Desde un búnker abandonado en una montaña del lado jordano, se divisa al fondo el lago Tiberíades, o mar de Galilea, otorgado a Tel Aviv en la partición de Palestina aprobada por la ONU en 1947. En su orilla nororiental se alzan los Altos del Golán, arrebatados por el ejército hebreo a Siria en la Guerra de los Seis Días (1967). Zigzagueante, el río Jordán marca la frontera con lo que los lugareños llaman territorios ocupados, no Israel. Al otro lado de la valla de seguridad, de la maleza a la sombra del Golán sobresale el alminar de una mezquita abandonada, herencia muerta de cuando esa zona pertenecía a los sirios.
Con la vigilancia reforzada desde que la guerra estalló en Gaza en octubre, hay controles del ejército cada cien metros en la carretera que discurre junto a la frontera en el pueblo de Shune Norte. Fusil en ristre, los soldados inspeccionan los documentos de los viajeros y, antes de que anochezca, apremian a los pastores que ordeñan sus ovejas frente a los Altos del Golán. A cambio de la paz, el Estado hebreo ha canalizado el río Jordán para regar las huertas de esta parte de Jordania, una de las más verdes y fértiles de este árido país tan necesitado de agua. Solo unos pocos metros, que además se pueden cruzar a pie porque el agua apenas llega aquí a la cintura, separan a estos dos países. Israel y Jordania, tan cerca y tan lejos.
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