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No existe mejor métrica para calcular la brutalidad de los dos seísmos que han azotado Turquía y Siria que el recuento de sus víctimas. Si el mundo ya estaba aturdido por los miles de muertos contabilizados hasta esta madrugada pasada, la mañana del miércoles ha ... arrojado horror sobre el horror. En apenas tres horas, el balance de víctimas fatales ha ascendido de 5.574 fallecidos a rebasar los 11.200, según la información facilitada este mediodía por el Ministerio del Interior. Los heridos superan los 50.000 y un número indeterminado de afectados trata de sobrevivir a la intemperie o en campos de refugio improvisados.
Al hablar de afectados, pueden tratarse de cientos de miles o de millones. Imposible calcularlo. La ONU, incapaz de imaginarse los límites del daño, ha informado esta mañana que todavía trabaja en ese cálculo para conocer el alcance total de la catástrofe y así poder manejarla. Pero deja dos realidades claras: una crisis humanitaria de grandes proporciones es inevitable y resulta imperativo intensificar las operaciones de rescate ante el horizonte de que la vida de numerosos damnificados pende de un hilo. Coincide con la OMS en que 23 millones de turcos y sirios son potenciales víctimas. Los temblores les han expuesto a la vulnerabilidad. Están solos, sin techo ni medios de subsistencia.
No hay tregua para el drama. La suma de una enorme cantidad de equipos de auxilio internacionales a los rescatadores y militares que rastrean los escombros desde el lunes está permitiendo remover más ruinas y descubrir un número creciente de cadáveres. Más de 60.000 bomberos, sanitarios y rescatistas, así como 7.500 militares, han sido desplegados directamente en las ciudades colapsadas. Este es uno de los factores que explican el rápido aumento del balance del ministerio. Otro radica en los heridos de extrema gravedad hospitalizados, que no han logrado superar sus lesiones. Las unidades de socorro reconocen que trabajan contra el reloj, así como frente a unas temperaturas muy bajas que además siguen en descenso en plena ola de frío. Los expertos creen que este hecho acelera el riesgo de fallecer por hipotermia de los sobrevivientes atrapados bajo los escombros, cuyas posibilidades de supervivencia en condiciones normales ya se desvanecen a partir de las 76 horas.
Una vez conocido el último listado de fallecidos, este terremoto se ha convertido tristemente en el más mortifero del mundo desde 2011. Ese año, un potente seismo mató a 18.000 personas en Japón y desencadenó un tsunami que barrió las áreas costeras. También llevó al mundo al límite de la angustia por los destrozos que causó en la planta nuclear de Fuckushima. Un año antes, otro terremoto acabó con la vida de 220.000 personas en Haití. Unos 100.000 edificios se vinieron abajo. Y en 2004 Sumatra se vio abocada a una catástrofe sin precedentes cuando un temblor submarino de 91, grados en la escala Ritcher localizado en la costa de Ao Nang, en Indonesia, provocó un tsunami de enormes proporciones, causante de la muerte de más de 200.000 personas.
Un ejemplo de la envergadura del doble seísmo ocurrido en Turquía y Siria es apreciable en Hatay, en el extremo de la falla de Anatolia Oriental, donde el nivel del mar ha crecido hasta inundar el distrito de urbano de Iskenderun. Sus vecinos han debido realojarse en los parques y mercados callejeros de otras zonas de la ciudad.
Las próximas horas son decisivas y entre las innumerables dificultades de los rescatadores, están los destrozos en las carreteras, muchas de ellas impracticables a medida que convergen en la frontera entre Turquía y Siria. También se han detectado problemas, sobre todo en territorio sirio, de suministro de combustible, imprescindible para mover la maquinaria y los camiones que remueven los escombros.
Ömer espera a su hija Emine. Los segundos son horas para los familiares, vecinos y amigos que asisten con impotencia a los trabajos de los equipos de rescate. Las máquinas excavadoras retiran escombro del edificio de catorce plantas derrumbado en el Bulevar Baris Manço de Adana, ciudad del sureste turco convertida en la principal puerta de entrada de los equipos internacionales que han respondido a la llamada de Turquía tras el devastador terremoto del lunes. La ayuda llega, pero la situación es muy complicada por lo que Recep Tayyip Erdogan anunció el establecimiento del estado de emergencia durante tres meses en las diez provincias afectadas.
El de Emine es uno de los cientos de edificios afectados en la ciudad, algunos han quedado totalmente destruidos, otros están severamente dañados y se ha ordenado la evacuación de todos los vecinos ante el riesgo de que se caigan con alguna de las numerosas réplicas. Era ingeniera y vivía en la sexta planta. Su padre marca una y otra vez su número y el teléfono da señal, pero nadie responde. «En este edificio quedaron 80 personas sepultadas, entre ellas mi hija. En las últimas horas han sacado cuatro cadáveres. Sé que es un milagro sobrevivir, pero no pierdo la esperanza», cuenta Ömer desde el perímetro de seguridad levantado por la Policía. Llego aquí dos horas después del temblor y no se moverá hasta que su hija aparezca.
Las excavadoras retiran más y más escombro y algunos bomberos utilizan martillos de percusión. El rugir de las máquinas calla en cuanto alguno de los rescatadores percibe alguna señal de vida. Entonces se hace un silencio total. Un ligero hilo de voz sobrepasa los escombros, tan ligero como esperanzador para los seres queridos que asisten en directo a esta labor titánica en la que les va la vida.
Tras una primera noche a la intemperie la Autoridad de Gestión de Desastres y Emergencias (AFAD) comenzó a levantar tiendas para los desplazados en el centro de Adana. Uno de los principales bazares se transformó en un campamento improvisado para gente como Özlen Siperci y los cinco miembros de su familia cuya casa no ha quedado destruida, pero esperan la revisión de los expertos para confirmar que no hay riesgo de derrumbe. «Preferimos pasar frío que volver a sentir cómo tu hogar se mueve como una góndola, así que aquí nos quedamos», cuenta Özlen, que tuvo que salir con lo puesto de casa, pero no se olvidó de salvar a su periquito. Vecinos del bazar trajeron de sus casas mantas para los nuevos vecinos que para su primera noche solo habían recibido una tienda vacía y heladora.
Desde Ankara, Erdogan ofreció un discurso en el que detalló que habían enviado a la zona afectada «54.000 tiendas de campaña y 102.000 camas, entre otros materiales», pero Özlen no está demasiado contenta con la respuesta del Gobierno y piensa que «se puede hacer mucho más por tu gente y, sobre todo, se puede intentar prevenir este tipo de situaciones si se vigila más de cerca el tipo de construcción». En las provincias arrasadas por el terremoto hay alrededor de 96.600 agentes, trabajadores de ONG y voluntarios desplazados.
Isil Sirkintili es profesora de educación primaria y a ella también le parece que desde Ankara se podía hacer más, pero lo que más le preocupa en estos momentos es que «puede haber un nuevo terremoto, uno muy fuerte que arrase aún más la zona». Isil tampoco puede entrar en su casa y ni se lo plantea porque un edificio contiguo es uno de los que se ha venido abajo. «Los especialistas entrevistados por televisión insisten en que podemos tener otro en breve, solo de pensarlo me entra el pánico», asegura.
En el aeropuerto de Adana descansan aviones llegados de todo el mundo. La comunidad internacional ha respondido al llamamiento turco, pero no parece que esa ayuda se vaya a extender a la vecina Siria donde la capacidad de respuesta es muy precaria. «Es una oportunidad única para restablecer el enfoque humanitario y despolitizarlo. Tiene que suceder muy rápido porque todos los días, cada hora que dejamos pasar esto, la gente está pagando el precio», declaró Fabrizio Carboni, director de Oriente Medio del Comité Internacional de Cruz Roja (CICR), quien llamó a mostrar el mismo grado de solidaridad a los dos lados de la frontera. Urge «separar la labor humanitaria de las divergencias políticas y militares», insistió Carboni en un mensaje claro sobre la necesidad de aliviar el bloqueo que sufre el régimen sirio y que pagan sobre todo los civiles.
En Adana ven cómo su aeropuerto está colapsado por la llegada de vuelos de todo el mundo, una gran parte de ellos militares. Los diferentes equipos coordinan con Turquía el despliegue y parten hasta los lugares más afectados. En el caso de los españoles, al equipo de bomberos de ERICAM le asignaron Iskenderun y a los militares de la UME, Gaziantep. Toda ayuda se queda pequeña ante la magnitud del desastre.
Es noche cerrada en el Bulevar Baris Manço de Adana y Emine sigue sin aparecer. Los rescatadores encienden las luces y se abrigan para una larga noche. Ömer recibe una llamada. Sueña con escuchar la voz de su hija, pero no es ella. Este padre no se moverá hasta que su hija aparezca. Le espera otra larga noche.
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