ZIGOR ALDAMA
Sábado, 31 de diciembre 2022, 09:00
La pandemia del covid ha acelerado una tendencia preocupante que arrancó tras la crisis financiera de 2008: el autoritarismo crece en el mundo. El virus ha propiciado que se den pasos atrás en materia de libertades, y, según el Índice de Democracia que publica el ... Economist Intelligence Unit (EIU), el 54,3% de la población mundial vive ya en regímenes que van de un autoritarismo moderado a la dictadura pura y dura. Solo un 6,4% disfruta de una 'democracia plena', una etiqueta que España ha perdido este año. «En 2017 estuvo a punto de caer en esta categoría por la respuesta en forma de medidas legales que el gobierno central tomó contra los líderes independentistas tras la crisis catalana. Ahora, la razón se encuentra en el deterioro de la independencia judicial, sobre todo por el retraso en la elección de los magistrados del CGPJ», explica el EIU.
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Freedom House llega a la misma conclusión en su informe 'La libertad en el mundo'. El número de países que mejora su marco político es cada vez menor -2021 registró la cifra más baja, 25-, y lo contrario sucede con el grupo de los que pierden calidad democrática -73 en 2020 y 60 en 2021-. Así, la ONG sostiene que solo un 20,3% de la población mundial vive en un entorno libre, 26 puntos porcentuales menos que en 2005. Y ha sido la pandemia la que ha provocado que el suave declive de los últimos 16 años se haya convertido en una caída libre.
«Las perspectivas no son buenas, porque publicamos el informe el 24 de febrero, coincidiendo con la invasión rusa de Ucrania. Ese es un buen ejemplo de lo que puede suceder cuando no hay democracia», sentencia desde Estados Unidos Amy Slipowitz, responsable de Investigación Internacional de Freedom House.
El Instituto Internacional para la Democracia (IDEA) corrobora todo lo anterior. La mitad de los 173 países que analiza han perdido calidad democrática. Entre ellos se encuentra Rusia, que ya es calificada como un régimen autoritario debido a su 'operación militar especial' y al reclutamiento forzoso de hasta 300.000 efectivos.
Esta es una coyuntura que se refleja también en otro dato contundente: en el último lustro el número de protestas ha aumentado más de un 100% en todo el mundo. María Silvestre, directora del Deustobarómetro y catedrática de Sociología en la Universidad de Deusto, coincide y hace un análisis cualitativo: «Después de tres crisis -la económica de 2008, la del covid y la invasión de Ucrania-, vivimos en una sociedad incierta, caracterizada por una desigualdad creciente que se suma a la desafección y falta de confianza en el sistema institucional». En su opinión, todo esto desemboca en una sociedad «que deja de soñar con un futuro mejor», y en el que la población «busca las certezas que no le da la política tradicional, enzarzada en debates alejados de sus intereses, en líderes populistas y autoritarios».
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Esteban Beltrán, director de Amnistía Internacional en España, añade que «la pandemia, la codicia empresarial y los nacionalismos» han ahondado en «una desigualdad que crea mayor inestabilidad y un caldo de cultivo corrosivo», perfecto para líderes más autoritarios que tienen «tendencia a amordazar a la disidencia» y a «utilizar la tecnología con fines invasivos». La ONG pro derechos humanos ofrece un listado de 67 países que han introducido en los últimos años leyes para restringir derechos y libertades como la de expresión o manifestación: en España, Beltrán señala la Ley Mordaza aprobada en 2015, que, a pesar de las promesas del Partido Socialista, continúa en vigor. «Sucede con gobiernos de derechas y de izquierdas», apostilla.
Silvestre nombra a Donald Trump o Jair Bolsonaro como adalides de este movimiento que «legitima un giro hacia el autoritarismo», pero también a partidos de extrema derecha europeos como Vox. «Proponen soluciones sencillas, directas y prácticas, a problemas complejos. Así dan una falsa sensación de seguridad a sus seguidores», apostilla la catedrática. Slipowitz es de la misma opinión. «Los populismos emergentes prometen las soluciones que no ofrece la democracia. Suelen girar en torno a campañas contra minorías, desde migrantes hasta el colectivo LGTBI», señala. Los votantes reducen este complejo mundo dominado por la incertidumbre a un partido entre héroes y villanos en el que buscan salvadores. Y la estrategia de estos pasa, en opinión de Beltrán, por «demonizar a colectivos vulnerables para convencer a la ciudadanía de que son culpables de los problemas que legítimamente les preocupan, desde asuntos económicos hasta la pérdida de identidad».
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Aunque hay casos en los que la calidad democrática se degrada rápidamente, el responsable de Comunicación para Europa de Human Rights Watch, Andrew Stroehlein, considera que la regresión se suele dar en pequeños pasos. «El de Hungría es un buen ejemplo. Viktor Orbán ha seguido el manual de Turquía o Rusia para ir erosionando las instituciones democráticas, desde la independencia judicial hasta las libertades de la sociedad civil, y concentrar el poder en sus manos», explica desde Bruselas. Es un proceso cuyos resultados se evidencian con la perspectiva de unos años «y que a menudo parece irreversible». Afortunadamente, Stroehlein señala que es un alivio que la Unión Europea haya reaccionado frente a Hungría, «cuyo modelo ha copiado Polonia».
Igor Ahedo, investigador principal de Parte Hartuz y profesor de Ciencia Política de la Universidad del País Vasco, está convencido de que esta «es una deriva autoritaria que ya se había predecido» y se basa en las teorías del sociólogo y exministro Manuel Castells para explicar la situación: «Las identidades de legitimación tradicionales van a colapsar por la incertidumbre que provoca la globalización y la deriva del modelo neoliberal, que enfatiza los intereses económicos de los más poderosos».
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Ahedo afirma que hay dos modelos de lucha contra el status quo: «El reactivo, propio de movimientos liberales que levantan trincheras y arremeten contra la democracia, como han hecho Trump o Bolsonaro; y el proactivo, que buscan tender puentes y reconstruir el sistema buscando justicia e igualdad, como sucedió con el 15-M, la primavera árabe, o el 'me too'».
En su opinión, aplastar estos movimientos es un error, porque allana el camino a la ultraderecha. «La clase política no ha estado a la altura. Es hora de sellar un pacto para salvar la democracia, porque ya no es un hecho sino un reto», concluye, pronosticando que la deriva autoritaria continuará.
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Silvestre concuerda. Preguntada por el papel de la extrema izquierda, es taxativa: «No se puede comparar, porque no está siendo tan antisistema. No cuestiona las bases del estado democrático, sino que se abre a postulados más progresistas», señala, incidiendo en el camino más moderado que Podemos ha tomado desde que gobierna en coalición con el PSOE, «algo que Vox no ha hecho, por ejemplo, en Castilla y León».
El representante de Human Rights Watch advierte de que «estamos olvidando lo que sucedió antes de la Segunda Guerra Mundial» y Ahedo añade que «la política cae en peleas de bar que crean el caldo de cultivo para atentados como el que sufrió Kirchner». Sin embargo, todos coinciden en señalar que esta deriva se puede detener. Ainhoa Novo, profesora de Ciencia Política en la UPV/EHU, se muestra optimista al respecto. «Es verdad que ni la política ni la economía están cumpliendo las expectativas que la población tiene en el siglo XXI, pero incluso en este contexto creo que no es justo hablar de deriva. Creo que estamos en un proceso de estancamiento. Y hay razones para la esperanza».
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Novo señala diferentes puntos del planeta en el que las cosas están mejorando: «Sudán, el relevo en la presidencia de Estados Unidos o Brasil, el movimiento feminista en Irán, la modificación de la Constitución en Chile, o la respuesta conjunta y contundente de Occidente a la invasión rusa». Y pide que no se pierda la perspectiva y que no se meta a todos los populismos en el mismo saco, «porque cada uno tiene sus propias características».
«La democracia no es la meta sino un proceso que nunca acaba y que hay que cuidar constantemente», resume Slipowitz. «Y no se puede tener democracia sin derechos humanos: si seis de diez personas votan para tirarte por la ventana, eso no es democracia», ejemplifica Stroehlein. Beltrán coincide: «Tenemos que recordar el consenso al que se llegó tras la Segunda Guerra Mundial. Tenemos que luchar por sociedades más igualitarias, porque son las más democráticas, y recordar que en democracia ninguna victoria es para siempre».
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