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Los tiroteos en Estados Unidos ya apenas son noticia. Son un suceso tan habitual que no llama la atención. De hecho, las armas ligeras dejan allí 4 muertos por cada 100.000 habitantes. Es una tasa que multiplica por 18 la media de los países ... desarrollados y por 40 la de España. En los últimos cinco años, casi 110.000 personas han muerto tiroteadas en la superpotencia americana, donde ya se han producido casi dos sucesos diarios con múltiples víctimas en lo que llevamos de año. El último, al menos mientras escribo estas líneas, ha sido el de Lewinston: 18 muertos a manos de un exmilitar.
Por si fuese poco, el país acapara el 44% de todos los suicidios que se producen con arma de fuego en el mundo, más de 23.000 en 2019. Son 50 veces más que en China, un gigante que multiplica por cuatro su población. A pesar de ello, el debate sobre si se deben modificar las regulaciones sobre la tenencia de armas no logra arrancar. Y lo que es aún peor, la primera potencia económica sirve de inspiración para dirigentes populistas como el argentino Javier Milei, que quiere legalizar las armas, o el brasileño Jair Bolsonaro, cuya relajación de las restricciones ya ha sido revertida por Lula da Silva.
Por eso, hoy nos acercamos un poco más al problema de las armas ligeras -las que realmente producen una destrucción masiva- en Estados Unidos.
Más de 35.000 muertos a tiros en un año
China despide con temor al exprimer ministro Li Keqiang
Alemania agilizará las deportaciones de inmigrantes
La segunda enmienda de la Constitución de Estados Unidos garantiza el derecho a la posesión de armas. Es lo que muchos allí esgrimen para esquivar el peliagudo debate sobre si eso debería cambiar. «Tenemos derecho a defendernos, porque este es un país peligroso», me comentó en Texas el propietario de una tienda de armas cuyas paredes estaban forradas de fusiles semiautomáticos. «Además, no le vendemos armas a cualquiera. Tienen que pasar unos controles», añadió. No obstante, el tirador de Lewinston, Robert Card, acumulaba diferentes antecedentes e incluso había sido recluido en un psiquiátrico porque escuchaba voces. Y nadie le quitó las armas con las que se lió a tiros antes de volarse la cabeza.
La segunda enmienda de la Constitución americana se ratificó en 1791. El propio gobierno federal explica en su página web que aquel era otro mundo. El de los duelos al amanecer en el Salvaje Oeste. «Era necesaria una milicia civil para proteger la seguridad del Estado», subraya. Pero ya no lo es, «porque un enorme de aparato de seguridad ha asumido ese rol». Pero los conservadores y muchos votantes del Partido Demócrata siguen defendiendo a capa y espada que la norma no se toque, a pesar de que tiene un enorme coste en vidas humanas.Más de 35.000 personas han muerto en los últimos doce meses en tiroteos, según Gun Violence Archive. 15.700 en lo que llevamos de 2023, a lo que hay que sumar 31.000 heridos. No es de extrañar si se tiene en cuenta que en Estados Unidos hay más armas ligeras que personas. Concretamente, 120 por cada cien habitantes. En España, 7,5. Serbia es el país europeo con la tasa más alta, y se queda en 39,1.
El 44% de los estadounidenses vive en un hogar en el que hay un arma, y la velocidad a la que se venden no baja. En marzo de 2021 el FBI tramitó el mayor número de chequeos para conceder el permiso de tenencia de armas: nada menos que 4,7 millones. Que una se extravíe o acabe en las manos de quien no debería tenerla es así extremadamente sencillo. Y las consecuencias son claras: en Washington se mata a tanta gente a tiros como en Brasil, que aparece en sexto lugar en número de homicidios con armas ligeras. Las estadísticas dejan claro cuál es el problema y cómo solucionarlo, pero la mentalidad del lejano oeste es impermeable a la razón.
En China, el presidente y el primer ministro suelen pertenecer a diferentes facciones del Partido Comunista. Porque, a falta de pluralidad parlamentaria, bueno es un liderazgo equilibrado en el que estén representadas las diferentes sensibilidades de la formación política: uno suele ser más progresista y liberal, y el otro más conservador. Así funcionó incluso el presidente Xi Jinping durante sus dos primeros mandatos, entre 2013 y este año. Junto a él estuvo de primer ministro Li Keqiang, un hombre que fue perdiendo protagonismo hasta desaparecer en la sombra de Xi, que retiró la restricción para gobernar más de dos mandatos y ya está en el tercero.
Li, que era el más liberal y aperturista, dejó el cargo en marzo y murió el pasado viernes de un ataque al corazón que ha despertado sospechas y ha provocado alguna que otra teoría de la conspiración. Tenía 68 años y su fallecimiento puede convertirse en un quebradero de cabeza. No en vano, el Gobierno ha pedido que se eviten los homenajes espontáneos a la espera de que sea incinerado mañana. En el ambiente flota un peligro: que se repita lo que sucedió en 1989.
Entonces, la muerte de otro político reformista, Hu Yaobang, provocó las protestas estudiantiles que desembocaron en lo que se conoce como la matanza de Tiananmen. No obstante, aunque algunos alarmistas no han tardado en trazar similitudes, es imposible que Li provoque una situación similar. En primer lugar, porque era un hombre gris, sin carisma, que tampoco apareció como una persona cerca al pueblo, como sí lo fue su antecesor en el cargo, Wen Jiabao.
En segundo lugar, porque la China de 2023 no es la de 1989. La segunda potencia mundial ha logrado crear un estado del bienestar desconocido hasta ahora en el país. Y, aunque pasa por un bache económico, la semilla del descontento político que siempre brota en países más democráticos no arraiga en su población. Lo más cercano a una revuelta que se conoce este siglo son las manifestaciones que lograron acabar con la política del cero covid el año pasado. Y ahí se demostró que el Gobierno es listo: supo dar marcha atrás a un sinsentido que estaba provocando un dolor inconmensurable. Así que a diferencia de Xi, un monstruo político, Li pasará a la historia sin dejar huella.
La inmigración escala posiciones en la lista de los asuntos que más preocupan en Europa. La avalancha de llegadas a través del Mediterráneo, y también por Canarias, tensionan a la Unión Europea y amenazan con ensanchar las fisuras que separan a sus miembros. No en vano, las cifras resultan sorprendentes: según la Organización Internacional para las Migraciones, hasta el 30 de octubre han llegado a Europa 243.029 migrantes, la cifra más alta desde 2016. Unos 220.500 arribaron por mar, y se estima que casi 3.000 han perecido en el agua, la gran mayoría en la del Mediterráneo, tratando de llegar a Italia.
El asunto es que muchos no buscan quedarse en el primer país que pisan en la UE. Su camino les llevará a otros más prósperos, como Francia o Alemania. Y ambos están incrementando sus restricciones para evitar que logren ese objetivo. El país teutón ha sido el que más ha endurecido su política con el objetivo de que deportar a los inmigrantes irregulares sea más rápido y sencillo. Es más, el canciller Olaf Scholz ha afirmado en una entrevista con Der Spiegel que «están llegando demasiados» y que Alemania «debe poner en marcha deportaciones masivas».
Preocupa que las instalaciones de acogida se desborden y que la extrema derecha gane votos con la situación. En cualquier caso, parece lógico que se trate de hacer cumplir la ley y que quienes no cumplen con los requisitos para permanecer en el país -en cualquier país-, sean devueltos a sus lugares de origen. Pero también es cierto que se debe facilitar la inmigración legal, de forma que se consiga suplir las carencias existentes en mano de obra y que se compense el envejecimiento de la población. Abrir canales para una migración reglada permitirá filtrar a los delincuentes que se pueden colar de otra manera.
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