Gritos de África
En busca del sueño americano ·
Nicaragua ha dejado de hacer de muro de contención migratorio para convertirse en pasarela transoceánicaEn busca del sueño americano ·
Nicaragua ha dejado de hacer de muro de contención migratorio para convertirse en pasarela transoceánicaEl sueño americano ha llegado hasta el corazón de África. Enajena las mentes febriles de pobreza y miseria hasta envalentonarlas para cruzar el Atlántico. El Bronx es el nuevo cementerio de los sueños muertos. Entre los pandilleros hondureños y el éxodo venezolano han empezado a ... aparecer, desde hace unos meses, rostros de azabache con miradas penetrantes que miran sin parpadear.
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¿Cómo se llega de África a América? Esta frontera no se cruza a pie. Los barcos de esclavos desaparecieron con el abolicionismo a final del siglo XIX. Ahora llegan sin látigo, azotados por sus propios sueños de una vida mejor que no quieren arriesgar en patera. En lugar de jugársela en el mar para competir con los mendigos de Europa, han oído que Nueva York arropa a los recién llegados proporcionando gratuitamente habitación de hotel, comida y hasta abogados que les ayudan a tramitar el asilo político.
La oportunidad de trabajar duro para ser alguien en la vida está al alcance de la mano. El poderoso mito del sueño americano hace creer que pueden romper el techo de sus castas y triunfar bajo la Estatua de la Libertad. Después de todo, ellos no son analfabetos como los que saltan la valla en Ceuta o se lanzan en pateras al cementerio del Mediterráneo.
Estos africanos tienen oficio, a menudo carrera universitaria, ahorros o familia que les ayude. Se suben a un avión y llegan legalmente al continente americano. La puerta de entrada está en Nicaragua, un país de políticas abiertas para muchos africanos a los que concede visado de turista automáticamente al aterrizar en Managua por solo diez dólares. En el aeropuerto les espera Pedro, o cualquier otro «coyote» moderno que se anuncia en TikTok como guía hasta la frontera con México por entre cinco y diez mil dólares.
Se trata de un trayecto de 6.000 kilómetros y cinco países para el que hay que llevar la cartera preparada para las mordidas del camino. Cruzan a Honduras a pie, Guatemala en autobús, México en tren. Una vez que el último coyote les guía a alguna entrada en la valla que separa al país azteca de Estados Unidos, quedan a su suerte. Si les acompaña, y tienen una dirección en EEUU que mostrar a los agentes del Custom and Border Protection, les darán una cita con un juez de Inmigración a fecha vista de más de un año.
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Después de cumplir con ese protocolo y recibir las vacunas correspondientes, Boubacar Dino pidió a su hermano que le comprara por internet un billete de avión a Nueva York, que le permitió completar el viaje con estilo. Da la espalda a la cámara porque en esta era de internet algún conocido de su Guinea Conakry podría leer este artículo y reconocerle. ¿Cómo iba a dejar que le vieran durmiendo en el suelo con otros desarrapados?
Cada día llegan más persiguiendo un espejismo en el que ya no caben más desheredados -600 diarios, más de 160.000 desde la primavera del año pasado-. Se amontonan en el suelo de los gimnasios, hacen cola durante días a la puerta de los albergues, duermen bajo cartones en las aceras, a temperaturas bajo cero impensables en el Africa subsahariana de la que vienen algunos.
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La hospitalidad que les habían contado se acabó en octubre, cuando el alcalde Eric Adams anunció que todos los inmigrantes tendrían que dejar los albergues a los 30 días, salvo a las familias, que se les conceden 60. A partir de ahí se multiplicaron las colas que serpentean por las calles, los techos de cartón en las aceras y los cuerpos enrollados en mantas sobre los bancos. Un buen albergue es ese en el que hay espacio para estirarse en el suelo, en lugar de dormir sentado. Y un buen día, aquél en que los vecinos o voluntarios de alguna Iglesia invitan a comida caliente y café humeante, a menudo acompañada de un Evangelio.
En los sótanos de la miseria cristaliza la frustración. «¡Negro, apaga ese maldito teléfono de una vez, que quiero dormir!», grita un venezolano. Y el móvil acaba estampado en el suelo, porque los africanos hablan francés y no se entienden con los hispanos. A las cinco de la mañana, todos en pie y a la calle, que esto no es un hotel. A hacer cola para conseguir una cama estable y buscar algún trabajo de lavaplatos que pague tanto viaje en metro de punta a punta de la manzana podrida.
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«¡Que cierren ya la frontera», pide Edmundo, un mexicano enfadado con la llegada de tanto venezolano y africano. «Mejor que no vengan más, que se queden allá luchando en sus países. Esto ya no es como antes. Aquí se viene a este país a sufrir. El sueño americano es pura mentira».
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