La calle Yablonska, en Bucha, al norte de la capital ucraniana, dejó un día de tener vida para convertirse en la 'avenida de los cadáveres'. Cuando la ciudad fue liberada de la ocupación rusa, a principios del pasado abril, se mostró al mundo salpicada de ... cuerpos. En apenas 150 metros yacía más de una decena. En toda la urbe pasaban de los 400, la mayoría civiles y muchos, amontonados en fosas comunes. Aquellas escenas retrataron las sospechas, los temores, de que sobre el horror de este conflicto había aún más horror. Había crímenes de guerra. Una investigación de la Organización de Naciones Unidas (ONU), que acostumbra a pronunciarse con una buena dosis de prudencia, lo dio por probado en septiembre tras recorrer 27 localidades en las zonas de Kiev, Chernígov, Járkov y Sumi y hablar con más de 150 personas. Las tropas de Vladímir Putin habían cometido ataques indiscriminados, violado o practicado ejecuciones, entre otras atrocidades.
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En la guerra no todo está permitido. Hay reglas. Los sucesivos convenios de Ginebra, con un amplio respaldo internacional, y otras leyes y acuerdos reconocen que las personas tienen derechos incluso cuando su pueblo es masacrado. Como que se respete el traslado de heridos y parturientas o que no haya torturas ni tratos humillantes. El presidente ucraniano, Volodímir Zelenski, apenas unos días después de que Rusia comenzara su ofensiva militar, ya denunció que el Kremlin se había saltado todos los límites. Lo dijo tras el bombardeo de Járkov, la segunda mayor ciudad del país, que sufrió una lluvia de misiles y, según la organización Human Rights Watch, también de bombas de racimo en áreas residenciales, una de esas líneas rojas a nivel humanitario que no se deben cruzar ya que esta munición no solo provoca un impacto instantáneo sino a futuro al dejar un rastro similar a las minas terrestres.
En el mapa de la barbarie rusa en Ucrania sangran rincones como Járkov, con esos bombardeos indiscriminados, y Bucha, que marcó un antes y un después en el conflicto a ojos del exterior, pero duelen asimismo Mariúpol, las bombas sobre la estación de Kramatorsk, donde se agolpaban civiles de todas las edades en su huida, Irpín... En Izium, al este del país, se encontraron más de 400 tumbas en un bosque y una decena de cámaras de tortura utilizadas por el Ejército invasor durante meses. «Deben ser considerados crímenes de guerra», zanjó entonces, en pleno verano, el secretario de Estado norteamericano, Antony Blinken.
Pero la realidad es que cualquier acción bélica, por masiva y terrible que sea, necesita de pruebas para recibir esa consideración. En su búsqueda se han volcado el Gobierno de Kiev y la Unión Europea sobre el terreno, con el envío de especialistas encargados de documentar lo ocurrido. España, por ejemplo, ha aportado agentes especializados o médicos forenses.
Lo diferente de esta guerra, que según las autoridades locales soportaría ya más de 50.000 violaciones internacionales por parte de las fuerzas rusas, es que los propios supervivientes documentan el horror. Con sus móviles y en las redes sociales, al alcance de cualquiera. De hecho, existe un colectivo de investigación, Bellingcat, que rastrea internet en busca de las evidencias de esos ataques para que sus autores rindan cuentas en un futuro. Y ahí, ante la Justicia, es donde diferentes países, con Zelenski a la cabeza, han pedido que acaben quienes están detrás de las masacres -aquellos que aprietan el gatillo y los responsables intelectuales- aunque el camino se asoma complicado.
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El alcance de la Corte Penal Internacional es limitado al estar Rusia fuera del Estatuto de Roma -el texto que sienta las bases de este organismo- y no podría juzgarlos, de ahí que el líder ucraniano reclamara hace ya meses la creación de un tribunal especial. Una idea que la Comisión Europea ha respaldado y a la que el Kremlin ya ha desprendido de «legitimidad».
La de la Justicia es una partida muy, muy larga y, como demuestra la experiencia con el centenar y medio de personas que se sentaron en el banquillo por la guerra en la antigua Yugoslavia, la lista de acusados suele ser más representativa que completa. Y el Ejército ruso, además, está decidido a no dejar pruebas y en muchas de las zonas ocupadas han dado un paso más en su crueldad con la quema de cadáveres.
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Pero en Ucrania no están dispuestos a que sus actos queden impunes y han empezado a juzgar a algunas de las figuras que sembraron el horror entre sus ciudadanos. En mayo procesaron ya a un soldado ruso, Vadim Shishimarin, de 21 años, acusado de matar a un civil desarmado de 62 años en el frente norte de Kiev. Le disparó desde la ventana de su vehículo, un crimen de guerra del que se declaró culpable y fue condenado a cadena perpetua.
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