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Zigor Aldama
Martes, 4 de abril 2023, 00:42
Son las seis de la tarde del domingo y Vladlen Tatarsky, bloguero militar conocido por su entusiasta defensa de la invasión de Ucrania, se dispone a dar una charla en la lujosa cafetería Street Food Bar Na1 de San Petersburgo. Es uno de los muchos ... negocios del oligarca ruso Yevgeny Prigozhin, propietario del grupo mercenario Wagner, y escenario habitual de las reuniones periódicas que celebran los ultranacionalistas del CyberFront Z. Momentos antes del evento, una mujer rubia, Daria Trépova, según los investigadores rusos, se acerca al estrado y le obsequia una figura dorada con la que Tatarsky hace unas bromas. Es su última imagen vivo, porque en el interior de la escultura detonan varios cientos de gramos de explosivo que matan a Tatarsky, hieren a dos docenas de personas, y destrozan el establecimiento.
Ayer, 2.000 kilómetros al sur de la antigua capital imperial rusa, el alcalde de la localidad ucraniana ocupada de Melitopol, Maksym Zubarev, viaja en coche cuando una bomba acoplada al vehículo explota. Según diferentes medios locales, Zubarev, uno de los primeros políticos ucranianos que se pasaron al bando ruso tras la invasión, se encuentra en estado grave y lucha por su vida en el hospital.
Ucrania niega su involucración en ninguno de estos dos atentados. El gobierno de Volodímir Zelenski atribuye el atentado de ayer a luchas intestinas de las cloacas del poder ruso, pero basta una breve búsqueda de los antecedentes de Tatarsky para confirmar que aprecio no le tenían los ucranianos. Aunque se hacía pasar por periodista de guerra, varias fotografías con ametralladoras lo delatan como combatiente, y un vídeo disipa cualquier duda que pudiese quedar: «Les ganaremos a todos. Los mataremos a todos. Les robaremos todo, y todo será como queremos», dice a la cámara.
Es lógico trazar paralelismos con la forma en la que Daria Dugina fue asesinada a las afueras de Moscú el pasado mes de agosto. De nuevo, un coche bomba acabó con la vida de esta politóloga rusa que, seguramente, no era el objetivo de los atacantes. El Ejército Nacional Republicano, un grupo ruso desconocido hasta entonces, se atribuyó un atentado que en la diana tenía a su padre, el ideólogo radical Alexander Dugin. Pero, una vez más, Moscú vio la mano negra de Kiev y acusó del asesinato a la ucraniana Natalya Vovk, que habría alquilado un apartamento junto al de Dugina para seguirla.
Hay razones para sospechar. Porque estos ejemplos de atentados perpetrados en suelo ruso o en localidades ocupadas por las tropas de Vladímir Putin no son nuevos. Se pueden encontrar múltiples ejemplos de esta estrategia de partisanos desde que Rusia se anexionó Crimea, en 2014. De hecho, un significativo número de comandantes independentistas y unionistas del Donbás han perecido en atentados que Rusia considera terrorismo y que los ucranianos aprecian como legítimas acciones de guerra, aunque nunca reconocen su autoría.
Algunos han sido propios de película. En octubre de 2016, Arseny Pavlov -alias 'Motorola', líder del batallón Esparta-, falleció al explotar una bomba colocada en el ascensor de su casa. De poco le sirvió el chaleco antibalas con el que se movía siempre. El líder de los separatistas de Donetsk, Alexander Zakharchenko, señaló con dedo acusador al entonces presidente de Ucrania, Petró Poroshenko, y el ataque, reivindicado por cuatro enmascarados frente a una bandera ucraniana, marcó un punto de inflexión: anteriormente, los separatistas habían sido emboscados y asesinados con armas ligeras. Así fallecieron en 2015 Oleksandr Bednov y Oleksiy Mozhovy.
Poco a poco, la estrategia se ha ido sofisticando. Por ejemplo, los padres de Ihor Plotnitskiy, líder de la autoproclamada República de Lugansk, fallecieron en Rusia víctima de un envenenamiento similar al que en 2017 acabó en Moscú con Valeriy Bolotov. Y ese mismo año, varios proyectiles destrozaron la oficina en la que se encontraba Mikhail Tolstykh -alias Givi, líder del batallón Somalia- solo cuatro días después de que el vehículo de su correligionario Oleg Anashschenko saliera volando por los aires impulsado por otro artefacto explosivo.
Esta guerra de guerrillas -o actos de terrorismo, según quién lo mire- es uno de los grandes peligros que acechan a los invasores rusos en territorios ocupados. Y no hay mejor ejemplo que el atentado contra una de las infraestructuras estrella de Moscú, el puente de Crimea. El pasado 8 de octubre, Ucrania demostró que no hacen falta grandes alardes armamentísticos para provocar gran daño: un camión cargado de explosivos detonó en medio del gigantesco puente junto a un tren que transportaba combustible. La combinación de explosiones provocó el derrumbe parcial del puente y otorgó una victoria que en el país se celebró como un hito similar al del hundimiento del Moskva.
Es la confirmación de que, incluso si Moscú logra el control de las cuatro regiones que anexionó ilegalmente a finales de septiembre, gobernarlas será difícil. No en vano, fuentes militares consultadas por este periódico señalan que una de las estrategias para Crimea, el territorio más difícil de recuperar, pasa por hacerla prácticamente inhabitable a través de ataques tanto militares como de índole terrorista.
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