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Lourdes Gómez
Londres
Sábado, 12 de octubre 2024, 14:02
«Desastroso», «lamentable» o, simplemente, «un mal estreno» en Downing Street. No se escuchan adjetivos positivos sobre el arranque del líder laborista, Keir Starmer, como jefe del Gobierno británico. El veredicto general es de decepción. «¿Ha tenido otro primer ministro unos primeros cien días más ... catastróficos?», cuestiona el periodista Daniel Johnson en el diario conservador 'The Telegraph' cuando el 'premier' cumple ese tiempo –este sábado– en el cargo.
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En su pregunta no incluye a Liz Truss, la más efímera jefa de un Gobierno del Reino Unido. La exdiputada 'tory' duró 49 días en el puesto, pero su programa financiero, lanzado en otoño de 2022, precipitó una estampida en los mercados financieros y el aumento desorbitado de los tipos de interés, cuyo impacto aún perdura. Su forzada dimisión dio paso a Rishi Sunak, quien finalmente cedió el testigo a los laboristas el pasado 4 de julio, tras catorce años de Ejecutivos conservadores.
Starmer salvó el insólito precedente de Truss, pero logra un suspenso en la evaluación del primer trimestre de su mandato. Un simbólico examen –una práctica heredada de Estados Unidos que se asocia al presidente Franklin Roosevelt– en el que han tropezado 'premiers' de distintos partidos en las últimas décadas en el Reino Unido. Stephen Bush, director asociado del 'Financial Times', traza un paralelismo entre la experiencia del actual inquilino de Downing Street y la de otro primer ministro laborista, Harold Wilson, quien prometió «cien días de acción dinámica» tras ganar los comicios de 1964. La popularidad de aquel gabinete cayó rápidamente en picado y, justo 99 jornadas después de su estreno, los conservadores arrebataron un escaño de tradicional arraigo socialista en una elección parcial de Londres. Aun así, Wilson revalidó su cargo y el laborismo recuperó esa circunscripción dos años después.
Ahora se aprecian signos de optimismo para una posible remontada de Starmer. El actual primer ministro es hoy más popular que Sunak y que los dos candidatos finalistas a sucederle en el liderazgo 'tory' (Kemi Badenoch y Robert Jenrick). Por el contrario, sondeos históricos apuntan a que los británicos estaban menos satisfechos con Margaret Thatcher que con su rival laborista, Jim Callaghan, tres meses después de la victoria conservadora en 1979.
Al residente actual en Downing Street, además, le queda tiempo para reconducir la estrategia y avanzar en sus «cinco misiones» prioritarias: crecimiento económico, desarrollo de la energía verde, mejora del Servicio Público de Salud, seguridad en las calles y oportunidades para todos. Por lo pronto, Starmer remodeló su equipo de asesores a principios de semana, lo que Catherine Haddon, directora de programas en el Institute for Government (IfG), considera una «solución rápida y sensata al problema».
El académico Anand Menon resalta la «percepción de incompetencia y disfunción» en el centro de poder, la existencia de errores en la difusión de la agenda gubernamental y la ausencia de una narrativa de la visión y estrategia de Starmer para alcanzar los cambios prometidos. Las divisiones internas, además, colocaron al primer ministro y a miembros de su gabinete en la diana de los medios, que les criticaron por aceptar regalos de donantes millonarios, contratar a dedo asesores cercanos al laborismo o ignorar potenciales conflictos de interés.
La relación entre donantes y políticos en un sistema de financiación de partidos sin dependencia estatal genera controversia de forma periódica. La sombra de la corrupción se extendió durante los primeros meses del neolaborismo, en 1997, cuando se desveló que el magnate de la Fórmula 1 Ernie Ecclestone habría aportado un millón de libras a la campaña de Tony Blair y de paso se habría asegurado la exclusión de su negocio automovilístico de la entonces inminente prohibición de la publicidad de tabaco.
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El traspié de Starmer, sin embargo, brinda la oportunidad de abordar la reforma estructural de Downing Street y la Oficina del Gabinete, el departamento ministerial responsable de dar apoyo al 'premier' con competencias sobre el funcionariado y la ejecución de políticas, además de ser una pieza central corporativa gubernamental junto con el Tesoro. Un informe del IfG propone, precisamente, dividir este centro de poder en dos entes: el Ministerio del primer ministro y el gabinete, por un lado, y el departamento del servicio civil, por otro.
«La historia reciente está plagada de falsos amaneceres en los que los primeros ministros y su personal han sido incapaces de controlar adecuadamente Downing Street debido a la enorme disfunción en el centro del gobierno», señala Jordan Urban, coautor del estudio. Su colega Alex Thomas observa que la oficina del primer ministro es una «corte» enclaustrada en una «vivienda pequeña, en un ambiente tenso, no siempre propicio para extraer lo mejor de un individuo y que cuando apremia la presión se asemeja a un búnker».
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