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El derrumbe de una marquesina de hormigón el pasado 1 de noviembre en la estación de tren de Novi Sad, a 100 kilómetros de Belgrado, ... provocó la muerte de 16 personas e hirió a otra treintena. Un accidente que prendió la mecha de la indignación en Serbia y desencadenó una ola de protestas contra la corrupción que se alarga ya cerca de cinco meses. Lejos del agotamiento, el movimiento va 'in crescendo'. Hace una semana, el sábado 15, la capital vivió la mayor manifestación de su historia: 300.000 asistentes, según los organizadores; 107.000, dijo la Policía.
La marea de ira se ha llevado por delante al primer ministro, Milos Vucevic, que ejercía como alcalde de Novi Sad –la segunda ciudad más poblada del país– cuando arrancaron las obras en la terminal ferroviaria. Pero su dimisión no ha servido a los manifestantes, que apuntan directamente al presidente, Aleksander Vucic. Estudiantes, trabajadores y jubilados se concentran a diario a las 11.52, la hora del fatal suceso, en las principales ciudades serbias. «¡Tus manos están ensangrentadas!», gritan cada jornada en referencia al Gobierno de Belgrado con sus extremidades pintadas de rojo.
Los asistentes a las protestas achacan lo ocurrido en la estación de tren a la prevaricación y al recorte de la inversión en infraestructuras, pero esta tragedia ha sido solo el detonante de una crisis alimentada durante años. Hay desde hace tiempo un descontento generalizado en Serbia hacia las autoridades por supuesta corrupción y negligencia y, en particular, hacia la presidencia del nacionalista Vucic, que ha multiplicado los proyectos de construcción y grandes obras desde que accedió al poder en 2021. Le acusan de una deriva autoritaria y de buscar el control de los medios de comunicación.
La tensión se palpa en todo el país, con violentos enfrentamientos en los que los manifestantes son atacados por simpatizantes del Ejecutivo. Una estudiante fue hospitalizada en enero con la mandíbula rota tras ser golpeada con un bate de béisbol en un choque con militantes del Partido Progresista Serbio (PPS), la formación de Vucic, en Novi Sad. Fueron precisamente los universitarios y sus profesores quienes iniciaron las protestas con una huelga. Meses después los jóvenes han conseguido unir a una mayoría ciudadana y acabar con la apatía política, tan habitual en las sociedades postcomunistas. Serbia, denuncian, no cuenta con un sistema democrático, sino que imita la democracia.
Las demandas directas al Gobierno de Vucic parecen sencillas de satisfacer. Se resumen en cuatro puntos. El primero es la publicación de toda la documentación de las obras de la estación de tren de Novi Sad y su financiación. Los dos siguientes aluden a la acción judicial, con la identificación de los responsables de los ataques a los asistentes a las protestas y la exigencia de que los culpables sean encausados y se retiren los cargos contra los estudiantes detenidos. El último reivindica un aumento de un 20% del presupuesto para la educación universitaria.
Con una fuerza y repercusión sin precedentes, las protestas han desorientado a la clase política serbia. Los críticos con Vucic se han marcado como línea roja que la resistencia sea pacífica, sin entrar en conflicto con las fuerzas del orden, y han tomado nota de los errores de anteriores levantamientos –desde 2017 el país ha experimentado varias revueltas contra el Gobierno–. Los estudiantes se han distanciado de una fragmentada y débil oposición, que no ha sabido capitalizar la indignación ciudadana, y adoptan sus decisiones en asambleas. El movimiento siempre ha evitado tener líderes visibles para que no puedan sufrir ataques personales que desacrediten al conjunto de la organización, algo que ha ocurrido en otras ocasiones.
En las movilizaciones iniciadas por los jóvenes se ven cada vez más adultos. De hecho, un 61% de la población apoya las protestas, según una reciente encuesta del Centro de Investigación, Transparencia y Rendición de Cuentas, un organismo que supervisa la calidad democrática. Incluso uno de cada diez votantes de Vucic y uno de cada cuatro de los consumidores de la prensa progubernamental piden un cambio en este país de 6,6 millones de habitantes.
Pero los deseos de los manifestantes se enfrentan a la cruda realidad de la fortaleza del mandatario serbio. Vucic controla la Administración pública gracias al favor de una parte de la población, de ideología conservadora y concentrada en el entorno rural, y a ello se suma un sistema clientelar que conjuga el reparto de cargos públicos y contratos a empresas amigas. El líder nacionalista controla un cuarto de la masa electoral, suficiente para asegurarse un poder casi absoluto frente a una oposición dividido y una pobre participación en las urnas, que apenas suele superar el 50%.
El presidente también cuenta a su favor con el escenario geopolítico. Vucic explota su cercanía a líderes como el estadounidense Donald Trump, el chino Xi Jinping, el ruso Vladímir Putin y el húngaro Viktor Orbán, que destaca como su mayor aliado. Su Ejecutivo resulta inevitable a ojos de la Unión Europea, que no ve una clara alternativa al actual mandatario, a quien le unen importantes lazos económicos. En julio de 2024 Bruselas firmó un acuerdo con Belgrado para la prospección de litio en una mina serbia y la producción de baterías para coches eléctricos. La UE no quiere un conflicto en una zona tan delicada como los Balcanes.
La postura de las instituciones comunitarias, la de priorizar la estabilidad, es criticada por los estudiantes. No comprenden que Europa trague con un sistema que, en su opinión, controla férreamente los medios de comunicación, bloquea la competencia entre los partidos políticos y está detrás de posibles fraudes electorales. La jefa de la diplomacia de la UE, Kaja Kallas, se ha mostrado tibia sobre la situación serbia y se ha limitado a pedir a las autoridades del país que dejen a los estudiantes concentrarse de forma ordenada y segura y que no se sofoquen las protestas «de forma violenta».
Vucic, con un poder prácticamente absoluto sobre la Administración gubernamental, la Justicia, el ejército y gran parte de los medios, se ha conjurado para que Belgrado no sea «un Maidán», en alusión a las protestas de 2014 en Ucrania que forzaron la caída del entonces presidente, Viktor Yanukóvich, por su acercamiento al Kremlin y derivaron, entre otros ingredientes, en la invasión rusa.
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