Encarni Bao Aguirre
Miércoles, 22 de febrero 2023, 17:59
Una reflexión sobre el orden mundial, cuando se cumple un año de la guerra en Ucrania, debería partir de otras dos anteriores: Si existía algo que mereciera tal nombre antes del 24 de febrero de 2022 y si puede siquiera vislumbrarse una forma de organización ... del mundo mientras sigue desangrándose el corazón de Europa.
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El orden internacional surgido de la II Gran Guerra hace tiempo que es historia. Terminó la Guerra Fría y también el periodo de relativo optimismo que rodeó y sucedió a la caída de la Unión Soviética en 1991. Estados Unidos se presentó como la única superpotencia, para toparse en el plazo de una década con el ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 en su propio suelo. Un descalabro de Inteligencia y una conmoción que llevó la desgracia y el caos a millones de personas en Afganistán e Irak. Siguieron largos años de pérdida de vidas sacrificadas por el terror yihadista en las ciudades de Oriente Próximo y Medio y de Occidente.
En medio de graves crisis económicas mundiales, y su consecuencia de creciente desigualdad, ya con la explícita amenaza de los efectos del cambio climático y de la pandemia del covid y después de cuatro años en los que el planeta sobrevivió al mandato venenoso de Donald Trump, el episodio de protestas proeuropeas que había comenzado en Ucrania en 2014 produjo, ocho años después, una realidad impensable: el regreso de la guerra a Europa.
«EE UU defiende un orden internacional abierto, multilateral y anclado en acuerdos de seguridad y cooperación con otras democracias liberales. China y Rusia persiguen un orden internacional que destrone los valores occidentales, más hospitalario con bloques regionales, esferas de influencia y autocracia», retrata la situación actual el profesor de Asuntos Internacionales de la Universidad de Princeton John Ikenberry. Pekín y Moscú, resume en 'Foreign Affairs', «quieren un orden internacional que proteja el poder autoritario de las fuerzas amenazadoras de la modernidad liberal».
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Las autocracias se envalentonan cuando perciben debilidad en el adversario. Estados Unidos la mostró con la retirada de Afganistán que devolvió el poder a los talibanes dos décadas después de prometer libertad, derechos y desarrollo económico. Y Europa hizo otro tanto cuando asumió el zarpazo ruso que arrebató a Ucrania la península de Crimea en 2014 y derribó el mismo año un avión con 298 pasajeros que había partido de Ámsterdam. Vladímir Putin lo vio claro, y desde un poder sin oposición en el país más grande de la Tierra se escuda en la consolidación de la OTAN en las fronteras del Este para apoderarse de un territorio estratégico para su ambición expansionista y con el que chantajear a la Unión Europea mediante la amenaza perpetua de su poder nuclear.
Hoy difícilmente se puede especular sobre un 'nuevo orden mundial' y parece prudente intuir la prolongación de un orden salvaje. Naciones Unidas, que ya venía necesitando una reforma de la representación que terminara con el derecho de veto, está fuera de juego y solo ha sido capaz de concitar un rechazo retórico a la invasión rusa de Ucrania, del que quedan fuera potencias emergentes como China e India, además del llamado 'sur global'. Resulta difícil percibir algo más que una pose estética en la autodefinición de Brasil como «un país de paz», que arrastra a una América Latina felizmente alejada de la carnicería en Ucrania y con cuentas pendientes con el imperialismo de EE UU.
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El intento de Rusia de engullir Ucrania no es la primera violación grave del Derecho Internacional en las últimas décadas. Tampoco la única a cargo de Moscú, que ha venido campando a sus anchas en las antiguas repúblicas soviéticas y lo vuelve a intentar en la muy expuesta Moldavia. Sin olvidar su creciente influencia en Sudamérica y África. Amparado en el 'dejar hacer', si no algo más, de Xi Jinping. Y en la indecisión de la Unión Europea y Estados Unidos.
Volodímir Zelenski ha pedido estos días más ayuda «y más rápida». El presidente ucraniano agradece un apoyo de sus aliados sin el que su país habría dejado de existir hace un año. Pero se exaspera ante la lentitud de un proceso de decisión que se eterniza. Europa se resiente de la falta de liderazgo de Alemania, la creciente división en bloques, el empeño de socios como Hungría en torpedear el castigo a Moscú y décadas de renuncia a la defensa común y a explicar su necesidad a los europeos. EE. UU. no puede sino atender al devenir de una guerra por fin 'justa', pero inoportuna cuando el ojo de Washington ya se había movido hacia Extremo Oriente y el Pentágono elabora planes contra una invasión china de Taiwán. A la que tendría que responder con armas y municiones que devora la defensa de Ucrania.
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El historiador Stephen Kotkin apunta algunas ideas estimulantes, más allá de si Ucrania 'debe vencer' o hay que facilitar que Putin 'salve la cara'. Cuenta este biógrafo de Stalin en 'The New Yorker' que «los ucranianos merecen la oportunidad de ganar en el campo de batalla», para lo que Occidente debería impulsar un aumento inmediato de la producción militar. Pero Kotkin ve más allá: el país invadido tiene que recuperar a los expulsados por la guerra; afrontar unas necesidades de reconstrucción de 350.000 millones, el doble de su PIB hasta hace un año; y necesita «instituciones que funcionen» y se sacudan la corrupción. Una victoria para Ucrania sería acceder a la UE y «reconstruirse al estilo de Corea del Sur». O del Berlín dividido, con una Alemania Occidental existosa dentro de Europa y en la OTAN. Con «garantías de seguridad» frente a Putin. Y seguramente diciendo adiós a parte de su territorio.
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