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Zigor Aldama
Sábado, 8 de octubre 2022
«Ucrania nunca debió haber firmado aquel tratado. Cavamos nuestra propia tumba». Vladímir se lleva las manos a la cabeza cada vez que piensa en el Protocolo de Lisboa, el acuerdo por el que Ucrania, -y también Bielorrusia y Kazajistán- se comprometía a devolver todas las armas nucleares que la Unión Soviética desplegó en su territorio y a firmar el Tratado de No Proliferación (TNP). A cambio de su desnuclearización, según el Memorándum de Budapest firmado por Ucrania, Rusia, Reino Unido y Estados Unidos en 1994, el país recibiría ayuda económica para su desarrollo y la garantía de que su soberanía e independencia politica no se verían atacadas, algo que Moscú y Washington ratificaron en 2009. «Sabíamos que Rusia iba a ser una amenaza y que no nos podíamos fiar de ella, pero hubo demasiada presión internacional y el Gobierno aceptó. Fue un error que estamos pagando ahora», añade este residente de Kiev que ahora combate al ejército ruso en las filas de las Fuerzas de Defensa Territorial de Ucrania.
Y razón no le falta. Cuando en 1991 la URSS colapsó, Ucrania guardaba el tercer mayor arsenal nuclear del planeta, con 1.900 ojivas estratégicas, 176 misiles balísticos intercontinentales y 44 bombarderos estratégicos. Eso sí, aunque ese armamento estaba repartido por su territorio, Kiev no contaba con los sistemas de control y habría tenido difícil utilizarlo. De cualquier manera, los ucranianos reniegan de la desnuclearización, porque ahora son ellos los que viven bajo la amenaza atómica de Rusia. Vladimir Putin ha amenazado con utilizar armas nucleares en Ucrania, subrayando que «no es un farol», y seguidores como el dirigente de Chechenia, Ramzan Kadyrov, presionan para que lo haga, en el convencimiento de que podría revertir el avance ucraniano.
Es un peligro real. «Nunca nos habíamos enfrentado a la perspectiva del Armagedón nuclear desde Kennedy y la crisis de los misiles en Cuba», afirmó el presidente estadounidense Joe Biden el jueves. Corroboró así las palabras en el Parlamento Europeo de su alto representante para Asuntos Exteriores, Josep Borrell, que describió la situación actual como «peligrosa» y el escenario que se abre en esta nueva fase de la invasión como «temible». Entre los altos mandos de la OTAN también hay consenso al respecto: si Rusia se ha atrevido a invadir Ucrania como lo está haciendo es porque cuenta con el escudo que supone su vasto arsenal nuclear, y ya no es descabellado que vaya a utilizarlo.
Es un elemento disuasorio formidable, razón por la que varias de las nueve potencias nucleares del mundo han decidido desarrollar bombas atómicas. Si Estados Unidos justifica su uso ofensivo en Hiroshima y Nagasaki -la única vez que se han utilizado como arma de guerra- afirmando que sirvió para acabar la II Guerra Mundial, países como Corea del Norte recalcan que sus programas nucleares militares responden a un objetivo defensivo: es una forma de advertir de que atacarles puede tener consecuencias catastróficas. La dinastía Kim ha demostrado que funciona, y en Israel -que nunca ha reconocido ni desmentido que esté en posesión de armas atómicas- se considera un elemento clave para asegurar su supervivencia como Estado.
El de India y Pakistán -junto con Israel las únicas potencias nucleares que no han firmado el TNP- también es un buen ejemplo de cómo ese objetivo disuasorio se convirtió, en palabras de la analista Ghazala Yasmin Jalil, «en una espiral de acción y reacción» que propulsó la carrera armamentística nuclear del subcontinente, donde actualmente los dos archienemigos cuentan con unas 160 cabezas nucleares cada uno. Esa capacidad para destruirse mutuamente, una de las máximas de la guerra nuclear, es la que, curiosamente, ha llevado un prolongado periodo de paz a la región.
En cualquier caso, el número total de cabezas nucleares se ha desplomado de forma dramática desde las 70.000 registradas a mediados de la década de 1980, en el punto culminante de la Guerra Fría. Actualmente, Arms Control cifra su número en poco más de 13.000, de las que 9.600 están operativas. El 90% están en manos de Estados Unidos y Rusia, aunque, según la Federación de Científicos Americanos, solo un pequeño porcentaje podrían ser disparadas de forma inmediata -1.644 en el caso de la potencia americana y 1.588 en en Rusia-.
Claro que no son todas iguales. En el arsenal de Estados Unidos, la más potente es la B83, que puede alcanzar una potencia de 1,2 megatones, equivalente a 60 bombas como la que arrasó Nagasaki. Aun así, su poder destructivo es una broma si se compara con las de hidrógeno. Por ejemplo, la 'bomba del zar' rusa, un artefacto termonuclear que funciona por la fusión de los átomos en vez de la fisión, que se utiliza únicamente para iniciar la reacción, alcanzó 50 megatones durante la prueba que se llevó a cabo en 1961 y podría destruir toda la comunidad de Madrid y sus zonas limítrofes.
Pero tan importante como la capacidad de arrasar ciudades enteras es poder hacerlo a miles de kilómetros de distancia, razón por la que todas las potencias nucleares han desarrollado armamento atómico para su lanzamiento desde aviones, submarinos y, en los últimos tiempos, misiles hipersónicos que resultan mucho más difíciles de derribar. Y por eso también Corea del Norte tuvo claro que contar con la bomba no era suficiente y no cejó en su empeño de miniaturizar una cabeza nuclear y desarrollar misiles balísticos capaz de llevarla hasta Estados Unidos.
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En gran medida, se estima que Pyongyang ha tenido éxito gracias a la tecnología procedente de Rusia y de China. Y, precisamente, ese último país es la gran incógnita. Porque se estima que cuenta con 350 cabezas nucleares, pero se desconoce de qué potencia. Lo que parece claro es que será el país que más incremente su arsenal: el Departamento de Defensa de Estados Unidos estima que Pekín tendrá a su disposición el triple de ojivas para 2030.
El Partido Comunista, que oficialmente aboga por la desnuclearización global total, también apuesta más por la calidad que por la cantidad. En el mundo actual no tiene mucho sentido amontonar miles de cabezas nucleares, pero sí desarrollar cabezas estratégicas capaces de provocar suficiente destrucción como para convertirse en un potente elemento disuasorio. De ahí que el régimen se haya centrado en el desarrollo de otras tecnologías: en la de los misiles hipersónicos, por ejemplo, todo apunta a que China ha sobrepasado con creces a Estados Unidos y es capaz de controlar proyectiles que viajen hasta 10 veces la velocidad del sonido, una velocidad a la que Washington no podría derribarlos.
No obstante, el uso del armamento más destructivo es muy poco probable. La mayoría de analistas coincide en señalar que el verdadero peligro reside en los proyectiles de baja potencia, cuyo poder de destrucción es mucho más limitado pero pueden servir para lograr ambiciosos objetivos militares. Rusia no descarta su uso, Polonia ha solicitado que se desplieguen algunos en su territorio, y Estados Unidos ya tiene un centenar de B61 repartidos por bases de cinco países de la OTAN, desde Alemania hasta Turquía.
El problema está en que, como apunta Hans Kristensen, director del Nuclear Information Project de la Federación de Científicos Americanos, «una vez que se empiezan a utilizar armas atómicas, cualquier cosa puede suceder y es imposible determinar hasta dónde puede escalar». Porque las armas nucleares tácticas de menor potencia siguen siendo devastadoras: tienen entre 0,3 y 1 kilotón, equivalentes -e incluso superiores- a la explosión que en 2020 arrasó parte de Beirut.
Rusia podría dejar caer estas bombas atómicas con los mismos bombarderos que utiliza en operaciones convencionales, como los Tu-22 o los Su-34, o lanzarlas con misiles Iskander 9K720, que se pueden transportar en camiones, e incluso desde los navíos del Mar Negro. En cualquier caso, hay unanimidad en torno a un punto: lo más importante es que nadie apriete el botón rojo, porque, a partir de ahí, el escenario cambia por completo y se torna potencialmente apocalíptico.
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