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A raíz del escándalo Watergate y la dimisión de Nixon, con la hábil distracción de una parte sustancial de la historia menos ejemplar de la Casa Blanca, el Congreso de Estados Unidos aprobó en 1978 una ley que obliga a que todos los documentos oficiales ... generados o recibidos por los presidente y vicepresidentes se envíen a los Archivos Nacionales al final de cada legislatura. Y prohíbe que los informes protegidos por motivos de seguridad nacional acaben fuera de la custodia de la Administración. La legislación no parece complicada, pero en sus 44 años de vigencia ha colaborado para arruinar la carrera electoral de una candidata –Hillary Clinton– y amenaza con destruir la postulación de Donald Trump en las presidenciales de 2024 y la posibilidad de Joe Biden de presentarse a la reelección.
¿Tan difícil le resulta a los presidentes dejar en el despacho los documentos clasificados cuando abandonan el poder? Hasta la llegada del magnate republicano siempre ha dado la sensación contraria. Sus predecesores -o al menos, que se sepa- no han pasado por escándalos similares y, en cambio, sí se han preocupado de organizar bibliotecas presidenciales que guarden su legado y lo enseñen a la sociedad. Bill Clinton fue especialista en esta materia. Su archivo histórico es el más voluminoso de todos los fundados por los líderes de Estados Unidos. Incluso tiene una réplica del Despacho Oval, el mismo en el que se gestó un nuevo estilo de gobierno demócrata y también se fraguó el 'caso Lewinsky'.
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A diferencia de Trump y Biden, Hillary Clinton no se llevó informes reservados pero en 2015, el año anterior a competir con el republicano en las urnas, fue sometida al escrutinio del FBI y de la oposición por haber enviado a través de su correo electrónico particular una sesentena de documentos sellados con los marchamos 'confidencial' y 'máximo secreto'. Se trataba de dossieres pertenecientes a su etapa como secretaria de Estado (2009-2013) bajo el mando de Barack Obama y argumentó que utilizó su email privado por simple comodidad laboral, pero Trump utilizó a placer la investigación por posible transgresión de secretos en la campaña que le proporcionó las llaves del Despacho Oval. Cuando las dejó sobre el taquillón cuatro años más tarde, el magnate se llevó quince cajas de carpetas con 184 legajos 'top secret' a su mansión de Mar-a-Lago. Como en el día de la marmota, Biden se lo reprochó con dureza y esta semana es a él a quien han sorprendido en poder de una «pequeña cantidad» de documentos que «se desplazaron» -como si tuvieran vida propia, a tenor del tono usado ayer por la Casa Blanca- por «inadvertencia» a su oficina y vivienda particulares.
Los hallazgos realizados en las propiedades de quienes pueden ser de nuevo rivales electorales en 2024 –una hipótesis que está ahí pero que comienza a difuminarse a raíz de sus respectivas pilladas con el carrito del helado– ponen de manifiesto la aparente ligereza en el manejo y custodia de papeles que supuestamente contienen grandes secretos. La pregunta que hoy se hacen miles de estadounidenses es: ¿Cuántos informes reservados de la Casa Blanca, de la CIA o de otras agencias gubernamentales pueden estar en la actualidad dispersos por despachos privados? La ley de 1978 apunta a una respuesta: ninguno. Pero la realidad parece más tozuda. Algunos analistas consideran muy posible el «error» de que se deslice un documento clasificado en una mudanza de dimensiones presidenciales que genera miles de cajas repletas de carpetas y objetos personales.
Pero por ese mismo motivo, instan a mejorar el sistema de control documental en las transiciones de gobierno. Desde que Biden dejó la vicepresidencia hasta el hallazgo de los controvertidos informes han pasado seis años. La legislación establece, sin embargo, que todo el material sensible del presidente y vicepresidente salientes debe pasar bajo custodia del archivero nacional a mediodía de la jornada en que sus sucesores toman posesión del cargo.
Una segunda pregunta obligada en este caso es: ¿Cuántos de los legajos confidenciales son realmente sensibles? Los expertos creen que no todos y aluden a la necesidad de que Washington resuelva la sobreabundancia de informes reservados, que los responsables de inteligencia aplican a contenidos que no harían temblar ni a Anacleto.
En cualquier caso, se trate de un acta fundamental o un simple escrito rutinario, todo el material que pase por las manos del primer mandatario debe acabar en el Archivo Nacional o el Sistema Presidencial de Bibliotecas, fundado en 1939 por Franklin Delano Roosevelt para instar precisamente a los inquilinos de la Casa Blanca a no dispersar su memoria material.
La agencia es inmensa. Clasifica más de 13.000 millones de páginas, otros diez de fotografías y mapas, así como un vasto volumen de fotografías y grabaciones en audio, vídeo o formato digital. El memorial con mayor peso histórico es el de Lincoln, pero el más emotivo lleva el nombre de John F. Kennedy. Allí, una película recuerda la crisis de los misiles y está depositada la corteza de coco donde el presidente talló un mensaje de auxilio cuando su patrullera naufragó durante la Segunda Guerra Mundial y él y otros diez hombres quedaron varados en una isla. El Archivo Nacional desclasificó en diciembre 12.000 legajos relativos a su asesinato.
Si la biblioteca de Clinton es la más grande –21 millones de emails, otros 80 de informes y un millón de objetos procedentes de su mandato–, la de Ronald Reagan se le aproxima mucho. Incluye su avión presidencial y todas su películas en Hollywood. El Archivo cuenta entre sus joyas con la Declaración de Independencia y la Constitución. El cargo de director es un honor. El último archivero nombrado por el Senado –el décimo en la historia de la institución– fue David Ferriero.
Licenciado en Literatura Inglesa y Ciencias de la Información, sirvió como ayudante médico en Vietnam y llegó al cargo tras una dilatada experiencia al frente de la impresionante Biblioteca de Nueva York. Ferreiro ha sido archivero bajo los mandatos de Obama, Trump y Biden. A sus 76 años, presentó su dimisión en abril de 2022, abrumado todavía por el asalto al Capitolio que él presenció desde los ventanales del Archivo Nacional.
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