Tras dos intentos fallidos de llegar a la Casa Blanca, Joe Biden alcanzó su sueño de ser presidente de Estados Unidos casi por azar en el ocaso de su carrera. Fue el emotivo discurso que dio en 2018 durante el funeral del senador republicano John ... McCain el que le puso en el foco de los demócratas, ansiosos por encontrar un candidato capaz de arrebatar el poder a Donald Trump. El veterano político, que ya tenía 75 años, se creía jubilado tras casi cuatro décadas como senador por Delaware y otros ocho años como vicepresidente de Barack Obama, pero asumió el reto para «devolver el alma a la nación». Una promesa que asegura haber cumplido en su elogiado mandato, ahora enturbiado por su forzada renuncia a ser reelegido, presionado por los numerosos traspiés que en los últimos meses han reflejado el deterioro de su salud.
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Nacido el 20 de noviembre de 1942 en Scranton, Pensilvania, en el seno de un matrimonio católico, Biden descubrió desde su infancia lo que era pasar apuros económicos. Su padre, un empresario de ascendencia irlandesa que vio desaparecer su negocio en la década de los 50, enfrentó serias dificultades para sacar adelante a Joe y a sus tres hermanos menores. Hasta el punto de que la familia debió mudarse a la casa de sus abuelos al quedarse sin vivienda. Pese a esos difíciles orígenes, el actual jefe de la Casa Blanca tuvo muy claro desde que era estudiante de instituto que quería ser presidente. Y enfocó sus esfuerzos para hacer realidad su sueño americano. Estudió Derecho en la Universidad de Siracusa y con 29 años se convirtió en senador electo en Delaware.
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Parecía que el presente sonreía a Biden cuando el 18 de diciembre de 1972, semanas después de su triunfo en las urnas, recibió la peor noticia. Su esposa, Neilia Hunter, y su hija, Naomi, de solo un año, habían fallecido al ser embestido su coche por un camión cuando hacían compras navideñas. Sus otros dos hijos, Beau y Hunter, estaban gravemente heridos. La tragedia destrozó al político demócrata, que juró como senador junto a la cama de hospital de sus pequeños. Desde entonces, y durante los 36 años que estuvo en la Cámara Alta, decidió viajar a diario, primero en coche y luego en tren, de Washington a su casa en Wilmington para estar junto a su familia.
El sosiego regresó a la vida de Biden cuando a los cinco años de aquella pérdida desgarradora se casó con Jill Jacobs, una profesora de Literatura con la que tuvo en 1980 a su hija Ashley. La ahora primera dama ha sido su gran pilar, la que le ha animado a levantarse en cada derrota, como las dos que sufrió cuando intentó optar a la candidatura demócrata a la presidencia en 1988 y 2008. Y quien ha defendido su capacidad para dirigir el país y ejercido de fiel consejera junto a Hunter Biden cuando arreciaban los llamamientos a arrojar la toalla por la preocupante imagen que ofrecía.
Pese al abrupto final de su candidatura, nadie cuestiona que Biden ha sido un gran presidente. Desde que en enero de 2021 tomó el poder, aprobó medidas rápidas para vacunar a la población y lanzó un ambicioso plan de recuperación económica cuando el mundo se desmoronaba por el Covid-19. Gracias a ello, creó más puestos de trabajo que ningún gobernante norteamericano en un solo mandato. Ha reducido la inflación, ha lanzado la mayor inversión en acción climática de la historia, ha impulsado la industria tecnológica nacional y ha reconstruido numerosas carreteras y puentes gracias a su ley de infraestructuras.
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Biden firmó además la legislación de control de armas más importante en casi tres décadas y reguló a nivel federal el reconocimiento del matrimonio igualitario. Sin olvidar su defensa del derecho al aborto y que sentó por primera vez en la historia a dos mujeres negras en la vicepresidencia -Kamala Harris- y el Supremo -Ketanji Brown Jackson-.
Pero si hay algo que se le debe, como él mismo aseguró, es haber devuelto el «alma» que había perdido EE UU durante la era Trump, marcada por la polarización, el autoritarismo y un proteccionismo que le hizo perder voz a nivel global. Biden selló las heridas y volvió a colocar a la primera potencia mundial en el centro de los foros internacionales. El mejor ejemplo se vio al liderar la respuesta mundial contra la invasión rusa en Ucrania. También ha sido el gran valedor de la OTAN y no le ha temblado el pulso al contener las ambiciones económicas de China y señalarla por su complicidad con Vladímir Putin.
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El presidente más longevo en llegar a la Casa Blanca puso fin asimismo a la larga y estéril guerra en Afganistán, aunque la sangrienta evacuación supuso una mancha indeleble, como también lo ha sido el escándalo de los documentos clasificados y la condena a su hijo Hunter el pasado junio por posesión ilegal de armas.
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Pedro Ontoso
Como vicepresidente de Barack Obama de 2009 a 2017 se ganó también el respeto por sacar adelante la Ley de Atención Médica Asequible, conocida como Obamacare, y por haber sido clave en los diálogos con Irak para la retirada de las tropas estadounidenses. Misiones que llevó a cabo pese a sufrir en el segundo mandato del afroamericano otro gran mazazo al perder a su hijo Beau por un cáncer cerebral. Quedó tan devastado que no opuso resistencia cuando se le pidió que se hiciera a un lado para otorgar a Hillary Clinton la nominación demócrata.
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Ahora que tras más de medio siglo de vida política ostenta por fin la tan esquiva presidencia, no le ha quedado otra opción que desistir a ser reelegido. Lo ha hecho acorralado por sus propias filas, sintiéndose traicionado por antiguos aliados como Obama, y tras contemplar cómo la pérdida de confianza en él se traducía en una fuga masiva de donantes que veían en sus últimas apariciones signos evidentes de desgaste físico y mental. Todo ello frente a un Trump engrandecido tras sobrevivir a un intento de asesinato.
Porque, más allá de su conocida tartamudez y de que él mismo se definió hace unos años como «una máquina de pifias», sus últimas apariciones desataron las alarmas, sobre todo cuando en el debate electoral de junio con su rival republicano se le vio titubeante, cabizbajo, lanzando frases inconexas e inconclusas. Semanas antes, intentaba sentarse en una silla inexistente en los actos por el Desembarco de Normandía, caminaba desorientado en la cumbre del G7 y, más recientemente, presentaba en la OTAN al líder ucraniano, Volodímir Zelenski, como el «presidente Putin». Y así, otros tantos episodios.
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Biden se despide quizá no de la manera que merecía. Con ese regusto amargo de verse forzado a despejar el camino a un aspirante demócrata más joven. Pero el gris final no borra su legado como un gigante de la política al que inevitablemente sus 81 años han pasado factura.
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