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Tres días antes de que se jugara su supervivencia en las primarias de New Hampshire, Nikki Haley lanzó una pregunta al abarrotado auditorio de Peterborough en el que hablaba. «¿Cuántos de vosotros me escucháis por primera vez?» Casi todos levantaron la mano. Estaba claro que ... sus oyentes no eran fans, sino votantes descontentos en busca de una alternativa a Donald Trump.
Haley se ha convertido en la última candidata en pie. Para cualquier otro político, sería una posición demasiado incómoda. El aparato del partido ya ha asumido que toca unirse en torno al expresidente de cara a las generales de noviembre. Y cuanto antes, mejor, si se quiere caer en gracia y ayudar a la formación conservadora a retomar el poder. El único diputado que la apoya, Ralph Norman, dice haber recibido llamadas de los barones del partido pidiendo que la presione para que tire la toalla. «Si decide arrastrar esta competición hasta Carolina del Sur, allí se acabará también su carrera política», advirtió en X (antiguo Twitter) Marjorie Taylor Greene, la diputada de Georgia seguidora de QAnnon que forma parte de la corte de Trump.
La candidata está acostumbrada a pelear sola. Fue bautizada Nimrata Nikki Randhawa en un pueblo de 3.000 habitantes del interior de Carolina del Sur, donde su familia era la única de inmigrantes indios. Los chicos del colegio la rodeaban dando alaridos, como en las películas del oeste. «¿Es que no se daban cuenta de que yo era otro tipo de india?», se preguntó en su libro 'Can't is not an Option' (No puedo no es una opción).
Por mucho que ella y su hermana se esforzaban en encajar, su aspecto tenía al pueblo confundido. En el concurso de belleza para niñas de Little Miss Bamberg cantó el himno de 'Esta tierra es tu tierra' (This Land is your Land), pero los jueces no sabían si encajarla en la liga de talentos negros o blancos. «En cualquiera de las dos categorías en la que la pongamos, el otro grupo se enfadará», se disculparon con sus padres al descalificarla. «¿Eres blanca o negra?», le preguntaban las otras niñas. «¡Ninguna de las dos cosas. Soy marrón!», decidió.
Es probable que ese contexto le imprimiese la capacidad camaleónica de adaptarse a los vientos que soplan. A sus 52 años, su acento sureño y cutis blanqueado encajan a la perfección con su sonrisa de dentífrico. «He aprendido a golpear con una sonrisa –dice–. Me pongo tacones no para ir a la moda, sino porque les duele más».
Paradójicamente fue Hillary Clinton quien la inspiró a entrar en política, después de oírla hablar en la Universidad de Birmingham. «Cuando se trata de mujeres en política, todo el mundo te dirá que no debes meterte, y esa es precisamente la razón por la que debes hacerlo». Haley salió decidida a seguir su consejo, aunque nunca la votó. En vez de postularse para la asociación de padres del colegio, apuntó directamente a la Asamblea Legislativa del Estado, donde pronto escaló puestos y acabó presentándose a gobernadora. Nunca ha perdido unas elecciones.
Saltó a la escena nacional cuando tuvo el ojo de retirar la bandera confederada de los edificios oficiales de Carolina del Sur tras la masacre racial de la iglesia Emanuel de Charleston, que dejó nueve muertos. Otro político con un nombre incómodo y apariencia tranquilizadora, Barack Hussein Obama, como recuerda Trump, reconfortó al país en el funeral de la masacre al cambiar los discursos por una canción: 'Amazing Grace'.
Haley se subió a esa ola, como antes lo había hecho con la del Tea Party para convertirse en la primera gobernadora «marrón» del país, junto a Susana Martínez, de Nuevo México. Si dejó el puesto dos años antes de acabar su segundo mandato fue para convertirse en la primera mujer en servir en el gabinete de Trump. «No sé ni lo que hace la ONU, solo que todo el mundo la odia», le respondió decepcionada al jefe de gabinete del entonces presidente, Reince Priebus, quien escribió este episodio en sus memorias.
Trump le explicó que no iba allí a hacer amigos, sino a asegurarse de que el mundo respetaba a EE UU. «Vamos a tomar nota», advirtió ella junto a la réplica del 'Gernika' que preside el Consejo de Seguridad. Con esa experiencia en política exterior, y la que le da tener un marido militar que ha servido en Afganistán, Haley defiende sus credenciales para presidenta y promete poner al servicio del país el bagaje de contable que adquirió en la casa de modas 'Exotica' de su familia. Madre cristiana de dos hijos, esposa de un militar, inmigrante hecha a sí misma, gestora empresarial y de gobierno, cantera del Tea Party y mujer en tiempos del 'MeToo', que rechaza la cultura 'woke', la candidata cumple todos los requisitos de quienes buscan un conservador al uso. Su edad y su sonrisa le garantizan un espacio en la próxima campaña electoral de 2028.
«Si quieres que se diga algo, pídeselo a un hombre. Si quieres que se haga, pídeselo a una mujer», parafrasea a Margaret Thatcher. Su sueño: acabar el trabajo que ni Geraldine Ferraro, Sarah Palin, Hillary Clinton o Kamala Harris llegaron a cumplir, convirtiéndose antes o después en la primera presidenta de Estados Unidos.
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