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Miguel Salvatierra
Domingo, 26 de julio 2015, 07:44
Barack Obama no está dispuesto a que se le aplique la conocida expresión de 'pato cojo', utilizada en Washington para definir el escaso poder de decisión política del presidente en el último tramo de su mandato. El proceso de deshielo con Cuba y el acuerdo ... nuclear con Irán suponen dos hitos que pueden dar un peso histórico a su legado cuando abandone la Casa Blanca.
Para concretar ambas iniciativas deberá todavía librar una ardua batalla con un Congreso levantisco, que se ha convertido en la gran pesadilla de su mandato. Los republicanos ya han dado claras muestras de su disposición para hacer todo lo posible por descarrilar los pactos. Obama no se da por vencido y ha blandido su principal arma en caso de necesidad extrema: el veto presidencial.
Tras la feroz contienda con el Congreso que supuso la reforma sanitaria y la derrota en las legislativas del cuatro de noviembre, Obama parece empeñado en demostrar que la tradición del 'pato cojo' no va con él. En los últimos meses ha tomado decisiones de gran calado, no solo en política exterior. Tras largos años de inmovilidad, Washington y Pekín consiguieron ponerse de acuerdo para reducir los gases contaminantes. Aunque habrá que ver cómo se aplica lo pactado y cuándo se notan sus beneficios, el compromiso supone un importante primer paso para que los dos mayores contaminantes del planeta comiencen a afrontar el problema.
En política interna y también sin el apoyo el Congreso, Obama decidió impulsar el pasado noviembre la mayor regularización de inmigrantes de las últimas décadas en Estados Unidos. Cinco millones de personas que viven en el país en situación irregular, la mayoría de origen latinoamericano, podrán evitar la deportación y acceder a un puesto de trabajo.
El partido republicano acusa al presidente de provocar una grave crisis constitucional al adoptar estas medidas de forma unilateral, aunque Obama se defiende esgrimiendo que cumplen con la legalidad y que otros antecesores suyos republicanos actuaron de forma similar. Lo cierto es que la oposición desde la trinchera cavada en el legislativo, con su rechazo frontal a cualquier iniciativa política de peso por parte de la Casa Blanca, ha sido la que ha impulsado al presidente a forzar la máquina de sus competencias.
A la lista de reformas previstas hay que añadir la de prisiones y el cierre de Guantánamo. El pasado 16 de julio, Obama se convertía en el primer presidente en funciones en visitar una prisión federal (Reno, en Oklahoma) y aprovechaba la ocasión para relanzar sus propuestas de cambio del sistema carcelario en EE UU, superpoblado, caro, con instalaciones precarias en muchos casos y habitado en un 60% por negros e hispanos. El desmantelamiento de la prisión de Guantánamo ha sido el último objetivo marcado, aunque se trata de una de las promesas que se impuso el presidente antes de tomar posesión, pero que no ha podido cumplir en los seis años y medio que lleva en la Casa Blanca. Según anunció esta pasada semana el portavoz presidencial, Josh Earnest, la Administración está perfilando un nuevo proyecto para vencer la resistencia del Congreso, que es quien tiene la última palabra para ordenar el cierre.
Los retos que se ha marcado Obama para cerrar su presidencia son ambiciosos y audaces. El presidente está convencido de que su trabajo empieza a dar frutos tarde, según declaró en su última entrevista por televisión en el Daily Show. Habrá que ver todavía el alcance definitivo de sus medidas y si consiguen sortear o superar la oposición del Congreso. De momento nadie puede discutirle su determinación en lograr que la ola de entusiasmo por el cambio que le llevó al poder no acabe en un legado vacío e intrascendente.
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