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M. Pérez
Martes, 28 de febrero 2023, 19:38
El pasado 13 de febrero fue un momento especial para Nayib Bukele. El presidente de El Salvador celebró que su legislatura sumaba 300 días sin homicidios. Al frente desde el 1 de junio de 2019 del país más violento del mundo, tenía motivos. Nunca antes ... había habido tantas jornadas de paz. Es más, su Administración contabilizaba treinta días sucesivios en lo que iba de 2023 sin un fallecido a manos de las bandas armadas. Nadie perdió en un mes la vida bajo las balas o el cuchillo de las maras. Incluso, en todo el mes de enero quedaron registrados once asesinatos, la cifra más baja en 201 años de historia de la nación. «Vivimos en un país diferente», sentenció Bukele en las redes sociales.
En realidad, es así. Nadie cuestiona que la violencia se ha aplacado durante su mandato, aunque otra cuestión es cómo y a qué precio en cuanto a derechos civiles. La Administración aplica desde hace once meses el denominado Plan de Control Territorial, un nombre bajo el que se esconde una auténtica guerra contra los pandilleros que han dominado El Salvador durante décadas. En ese plazo las fuerzas de seguridad han detenido a 62.900 miembros de las maras, aunque las organizaciones cívicas aseguran que entre los arrestados hay muchos inocentes, ciudadanos ajenos a las bandas que ahora conviven en las prisiones con los peligrosos hombres tatuados responsables de cifras asombrosas de homicidios. Como aquel año de 2015 en que arrebataron la vida a 6.657 salvadoreños.
La estrategia de mano dura, que cumplirá su primer aniversario a mediados de este mes, ha quitado a El Salvador la dramática etiqueta que cargaba como el país más violento del mundo. De una tasa de 105 asesinatos por cada 100.000 habitantes ha pasado a 8, un porcentaje muy inferior al del resto de la región americana y en línea con la media mundial.
Esa radiografía ha sido el prólogo perfecto para que Bukele haya pasado ahora a una segunda fase y estrenado su proyecto estrella contra la violencia armada: el Centro de Confinamiento del Terrorismo, una inmensa cárcel, «la más grande de América», situada en mitad ninguna parte sobre un páramo volcánico a 74 kilómetros de la capital, que alojará a los mareros presos más peligrosos. Tanto los que ya han sido detenidos como los que están por ser apresados. La determinación de Bukele queda reflejada en un vídeo que su Gobierno acaba de hacer público con el traslado al superpenal de los primeros 2.000 reclusos. Encadenados, vestidos solo con un pantalón corto y dirigidos por hombres armados y ocultos tras verduguillos, la grabación muestra como los pandilleros son subidos a autobuses y desembarcan más tarde en el patio central de la prisión, arrodillados en línea, apretados unos contra otros, con la cabeza baja. Acaban de ingresar en el infierno más grande del mundo. El CECOT, como se denomina por sus iniciales, es una ciudad de presos. Tiene capacidad para albergar a 40.000 reos. Los veinte penales distribuidos por todo el país tienen en su conjunto 30.000 plazas.
Al CECOT se llega fácil, pero no se sale salvo que uno sea funcionario o vigilante. El centro de confinamiento ocupa más de 23 hectáreas, sus muros miden 11 metros de altura, están electrificados y un sistema de inhibidores impide usar cualquier móvil. La zona rural donde se asienta, Toluca, es un enorme yermo, sin nada salvo la tierra abrasada en varios kilómetros a la redonda. La seguridad interior garantiza que ningún preso escape. Si lo hiciera, debería atravesar 2,1 kilómetros de vallas de espino electrificadas que rodean la cárcel. «Célula a célula estamos eliminando este cáncer de la sociedad. Sepan que no volverán a salir caminando del CECOT», escribió este lunes en las redes sociales el ministro de Justicia y Seguridad, Gustavo Villatoro. La prisión acoge a un ejército de militares, policías y funcionarios. Todos van armados con pistolas, fusiles de asalto o teaser. Ha sido construida en solo siete meses. Se ha saltado todos los controles oficiales con permiso del mandatario. En la obra, dirigida por una empresa especializada de México, participaron 3.000 trabajadores. El interior es espartano e inhumano. Consta de 32 celdas con capacidad para «más de cien reclusos» cada una de ellos. Dentro, todo está configurado para doblegar la proverbial resistencia de los mareros: dos lavabos, dos inodoros y literas de láminas sin colchón en cada calabozo. Una vez se cierra el cerrojo, las 2.000 personas ya internadas solo saldrán para caminar hasta una sala próxima destinada a celebrar juicios virtuales o a los talleres de trabajo. Por lo tanto, tampoco hay lugar alguno para los vis a vis ni áreas de recreo al aire libre. Quien entra deja automáticamente de notar el viento en la cara –la mayoría, durante el resto de sus vidas– y sólo verá el sol a través de las ventanas.
«No se han construido patios, áreas de recreación, ni espacios conyugales», explica el viceministro de Justicia y Seguridad Pública, Osiris Luna. «Todos los terroristas que planificaron el luto y el dolor en contra del pueblo salvadoreño purgarán sus penas en el CECOT, en el régimen más severo». El propio Bukele ha dejado claro que el penal «será su nueva casa, donde vivirán por décadas sin poder hacerle más daño a la población».
La estrategia del presidente ha sido cuestionada por diferentes organizaciones civiles. Hace unas semanas, alguien filtró una base de datos del Ministerio de Seguridad que revela la existencia de graves irregularidades entre las miles de detenciones llevadas a cabo, así como las condiciones de hacinamiento en las cárceles y las muertes confusas de detenidos en las comisarías, según Human Rights Watch Esta y otras ONG aseguran que la Policía ha apresado a cientos de salvadoreños inocentes, a los que luego ha «torturado» y «mantenido incomunicados». En ocasiones, según su testimonio, los arrestos «arbitrarios» obedecen a ajustes de cuentas personales, la necesidad de cumplir una cuota de detenciones o, simplemente, al hecho de que las víctimas tenían un aire de delincuentes o llevaban un tatuaje. Las ONG denuncian además que las familias de los reos deben abonar unos 160 euros mensuales para tratar de mejorar las condiciones de sus allegados. Con ese dinero pueden comprar alimentos o artículos de higiene adicionales a los paquetes básicos de comida que les proveé el Gobierno. Los reclusos deben trabajar en las fábricas internas para costear parte de su encierro.
A ojos de Estados Unidos, el envío de los primeros 2.000 presos a la supercárcel salvadoreña, orquestado con una enorme campaña propagandística, resulta muy conveniente, ya que se ha producido a continuación de la detención de dos cabecillas de la mara MS-13, quienes han declarado esta semana pasada que altos funcionarios de la Administración de Bukele han negociado con las pandillas para rebajar la cifra de asesinatos. La acusación no resulta novedosa. También ha existido contra anteriores presidentes salvadoreños. Pero el Departamento de Justicia de EE UU se ha hecho eco de ellas y sospecha que los acuerdos existen y han «beneficiado políticamente al Gobierno de El Salvador». Incluso, Washington cree que un alto número de asesinatos no ha sido registrado en los últimos tres años porque los pandilleros se han acostumbrado a «enterrar los cadáveres» mientras la Administración habría prometido condiciones más flexibles a los criminales presos.
Bukele hace caso omiso a las críticas. Su gabinete sostiene que el mejor argumento para derribar las acusaciones de laxitud con los mareros es la apertura del CETOC –»ya no dan miedo», ha dicho este lunes tras las imágenes de su llegada a la penitenciaria–. Y esgrime dos datos para mantener su «guerra contra las pandillas», ampliar los regímenes de excepción (ya lleva once) o construir excesos como el Centro de Confinamiento del Terrorismo. Durante el gobierno anterior al suyo no hubo un sólo día sin asesinatos y la legislatura anterior únicamente registró una jornada sin muertes violentas.
Cuando el presidente llegó al poder, las maras constituían en muchas comunidades un gobierno alternativo que pivotaba sobre la extorsión generalizada de los ciudadanos, la prostitución, el secuestro, el chantaje e incluso el manejo de parte de los monopolios públicos oficiales en los distritos bajo su control. Nacidas en 1990 se aprovecharon de su violencia sistémica, la existencia de ejecutivos frágiles e incapaces y de una enorme población marginal y marginada que les proporcionaba las necesarias legiones de jóvenes combatientes sin nada que perder. Todo cambio el 29 de marzo del año pasado. Las bandas mataron a 62 personas disparando indiscriminadamente por la calle a peatones, conductores y comerciantes en un fin de semana sangriento que se cobró en total más de 80 vidas, el más letal desde el final de la guerra salvadoreña treinta años antes. Al día siguiente, Bukele comenzó su venganza.
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