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Antes de suicidarse, hace ya cuatro años, Alan García demandó asilo en las embajadas de Uruguay, Costa Rica y Colombia. Las tres legaciones rechazaron su solicitud y el expresidente peruano recurrió a la pistola que guardaba en su despacho cuando un representante del ministerio fiscal ... y agentes de la Policía llamaron a la puerta de su casa en Lima. Las pesquisas en torno al caso Odebrecht lo conducían a la cárcel. En abril, Alejandro Toledo, que ejerció el mismo cargo, fue extraditado por Estados Unidos y, tras la entrega a la autoridad limeña, conducido al penal de Barbadillo, donde permanecen Alberto Fujimori y Pedro Castillo, otros dos ex jefes de Estado. No son los únicos con graves problemas con la ley. Todos los dirigentes del país andino a lo largo de los últimos treinta años se encuentran en prisión o pendientes de juicio. Y hasta el presidente del Congreso, Soto Reyes, se enfrenta ahora a tres investigaciones.
Ganar unas elecciones en el Estado latinoamericano se antoja una condena. Tarde o temprano, los vencedores tendrán que hacer frente a un procesamiento que puede conducirlos a la cárcel o, al menos, a permanecer un largo periodo en libertad bajo restricciones, como sucede con Pedro Pablo Kucynski y Martin Vizcarra. «El sistema es muy disfuncional», advierte Erika Rodríguez, socióloga, doctora en Relaciones Internacionales y coordinadora del informe de Iberoamérica recientemente publicado por Fundación Alternativas. A su juicio, el conflicto entre el Congreso y el ejecutivo favorece un continuo juego de delaciones. «El poder judicial se ha convertido en una herramienta política y el presidente acabará empapelado, tenga conciencia de tramposo o no».
La convulsa década de los ochenta explica este dramático escenario. Entonces, Perú, como España, veía la luz tras un proceso dictatorial. Pero el acceso a la democracia no pudo ser más complejo. A una intensa crisis económica se sumaba la lucha contra el terrorismo de los grupos Túpac Amaru y, sobre todo, Sendero Luminoso. La inoperancia gubernamental ante el clima de extrema violencia desacreditó el sistema de partidos, aún débil e incipiente. Y entonces llegó Alberto Fujimori. Aquel candidato que vendía independencia y la consustancial eficacia japonesa sedujo a la ciudadanía y venció a Mario Vargas Llosa en las elecciones de 1990.
El resultado no pudo ser más nefasto. «Con él se produjo la voladura de las bases institucionales», lamenta la investigadora y explica que la plataforma política que lo condujo al poder inspiró posteriores iniciativas. «Desde su mandato no se necesitan organizaciones políticas sólidas con programas estables y cuadros», indica. «Son estructuras ad hoc sin las capacidades de las formaciones tradicionales. No existe un sistema de ascenso desde abajo, simplemente, se pagan favores».
Las cinco condenas que ha recibido, incluida una por la comisión de crímenes de lesa humanidad, remiten a un periodo oscuro en el que se cometieron grandes violaciones de los derechos humanos y el clima era de corrupción generalizada, 'modus operandi' a cargo de Vladimir Montesinos, su segundo de a bordo.
El dirigente también ejemplifica una tradición de 'outsiders' políticos típicamente peruana. El escritor y periodista peruano Santiago Roncagliolo explica el proceso habitual. «En mi país alguien con aspiraciones llama a quien cree conveniente para que financie su candidatura y, de esta manera, puede reunir a un buen número de apoyos sin ideas políticas concretas», indica y sentencia: «Si sale electo, su meta será recuperar lo invertido».
Las formaciones resultan inestables y esa precariedad y la fragmentación consiguiente, que dificulta la consecución de mayorías, propician los posteriores enfrentamientos entre el Congreso y el Ejecutivo. «Las coaliciones presidenciales pueden durar 20 minutos en función de los intereses empresariales», asegura y señala que algunas destituciones se han iniciado a partir de meras denuncias en los periódicos.
La práctica inexistencia de partidos políticos al uso comporta desventajas. «Los solemos detestar, pero son elementos democráticos importantes porque cuando uno de sus miembros es corrupto lo suelen cambiar porque obstaculiza su propósito, es decir, ganar las elecciones». También se antojan curiosas las maneras en las que se descubren los delitos. «No se trata del resultado de grandes operaciones en paraísos fiscales», apunta. «En el caso de Ollanta su mujer apuntaba los pagos ilegales en una libreta y la nana, a la que se negó un aumento de sueldo, la pasó a la prensa».
El autor se confiesa pesimista. «Se trata de un Estado política y también socialmente fallido», advierte y recuerda que el 70% de la economía es informal y el 75% de los ciudadanos no pagan impuestos. Las carencias culturales influyen en la venalidad de los presidentes. «La incapacidad de nuestros políticos tiene sus implicaciones. En otros países los ex presidentes tienen asegurada la vida tras el mandato con ingresos de charlas, pero los peruanos son tan pobres intelectualmente que pretenden ganar todo lo posible mientras están en el cargo».
La corrupción permea toda la sociedad. «Si puedo pagar al policía y evitarme la multa, lo haré. Existe una tolerancia hacia su forma micro», explica la abogada peruana Beatriz Llanos, Doctora en Gobierno y Administración Pública y consultora en Democracia e Igualdad de Género. «Existe la convicción de que los políticos pueden robar, pero que deben hacer algo, que hagan política».
Esta degradación ética tiene sus efectos. «Existe una mínima confianza interpersonal y esto es muy grave porque no se genera capital social», lamenta. «Los mejores no se animan a participar y no veo que se vaya en la dirección de proyectos colectivos moderno con fórmulas de progreso».
No se vislumbras atisbos de cambio dentro del sistema. «Habría que reformar la Constitución y adelantar los comicios para que los ciudadanos decidan, pero no hay incentivos para abordar reformas a largo plazo». Los parlamentarios no pueden ser reelegidos, una medida que se ideó como un mecanismo anticorrupción y que se ha revelado contraproducente. «Porque se antoja igual que lo hagan bien o mal y, además, carecen de incentivos para irse».
El aparente milagro peruano, con elevadas tasas de crecimiento y avances en la lucha contra las desigualdades sociales, generó ciertas expectativas. «Se pensaba que economía y política podían ir por canales diferentes, pero no es así, no puede haber buena economía y mala política», aduce. La crisis mundial ha impactado con dureza en la república andina y desvelado que su crecimiento es sumamente quebradizo. Según fuentes del Banco Mundial, siete de cada diez de sus habitantes viven en la pobreza o resultan susceptibles de caer en ella.
Los escándalos se suceden, pero hay nombres que permanecen. La referencia a la multinacional brasileña Odebrecht salpica a unos y otros a lo largo de las tres últimas décadas. Esta constructora se extendió por toda Latinoamérica en busca de licitaciones públicas a las que accedía con tácticas propias del crimen organizado. «Aprovechó las ventajas del sistema presidencialista y compraba a todos, a derecha e izquierda, evidenciando que todo el mundo tiene un precio», asegura Erika Rodríguez.
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Gerardo Elorriaga
Varios presidentes esperan que se les llame al banquillo de los acusados. «Se abusa de la prisión preventiva», advierte Llanos. «Las pesquisas y trámites se demoran dos o tres años». Algunos han sido prematuramente apeados del cargo tras ser repudiados en el Congreso. «Se les declara moralmente incapaces, término tan vago que vale para cualquier cosa. Falta cultura democrática», denuncia Roncagliolo.
La actual presidenta Dina Boluarte puede ser la próxima víctima de la maldición que pesa sobre los dirigentes peruanos. «El estallido de principios de año provocó 50 muertos y no se han depurado responsabilidades ni el gobierno ha cambiado. Les importa un carajo».
Pero, quizás, algo se mueve. Sindicatos y organizaciones sociales han realizado otra campaña de movilizaciones, la tercera edición de la Toma de Lima, a fin de impedir que la jefa del Ejecutivo renunciase antes del discurso a la nación de cada 28 de julio. La amenaza se repite de nuevo, la misma que arruina inevitablemente el retiro presidencial. «Todos creen que no les pillarán», alega el autor. Pero no, la prisión de Barbadillo espera nuevos inquilinos.
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