Guillermo Elorriaga
Jueves, 26 de agosto 2021, 22:39
El futuro de Afganistán puede esbozarse en el atentado de este jueves. Las víctimas son talibanes, americanos y aspirantes a refugiados, extraños compañeros de viaje unidos por el Estado Islámico de Jorasan (ISIS-K, porque la provincia también se denomina Khorasan) movimiento que demuestra que ... la radicalización no tiene límites. La entidad, sumida en la nebulosa en lo que respecta a orígenes y estructura, ha aprovechado un excelente escenario para cometer su atentado. La acumulación humana, con la convergencia de los diversos actores, y el foco de la atención mediática constituían un incentivo irresistible para su ambición.
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La crónica de un ataque anunciado implica la puesta de largo de esta organización salafista que comparte con los talibanes su visión estricta de la aplicación de la sharia y el recurso bélico para obtener su objetivo. La perspectiva yihadista, en cambio, los convierte en enemigos acérrimos. El ISIS-K se adhiere a los postulados de lucha global de la organización madre, a la que rinde teórica sumisión, y se convierte, por tanto, en la facción que persigue la islamización política de una región que se corresponde con la antigua provincia persa de Jorasan. El hipotético y vasto ámbito de penetración incluye los territorios orientales de Irán, Afganistán y las repúblicas exsoviéticas de Turkmenistán, Tayikistán y Uzbekistán.
El planteamiento teórico se antoja sencillo, pero, en realidad, su origen es objeto de diversas conjeturas. Algunas fuentes aseguran que se trata de una derivación del ISIS originario formada por combatientes en la guerra de Siria e Irak que regresaron a los campos de entrenamiento de Pakistán, país en el que siempre desembocan todos los estudios sobre el conflicto afgano. En cambio, otras recalcan que la entidad se ha creado allí, pero en el seno de la órbita talibán, entre aquellos que rechazan su deriva más pragmática y nacionalista.
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Unos y otros comparten el credo suní, pero difieren en sus fines y se han convertido en acérrimos enemigos. Mientras que las actuales autoridades de Kabul persiguen la creación de un emirato independiente, los seguidores del Estado Islámico se mantienen fieles a la ambición de una guerra santa con vocación planetaria. Ahora bien, su propuesta no resulta novedosa en ese fragmentado Jorasan. Creado hace ya tres décadas, el Movimiento Islámico de Uzbekistán también persigue la propagación de la guerra santa en las repúblicas de Asia Central.
El ISIS-K comenzó su guerra paralela hace siete años con la aparición de células en las provincias afganas de Kunar, Nangarhar y Nuristán, remotas y escasamente desarrolladas. La localización de esa eclosión también evidencia su vínculo, siquiera inicial, con comunidades no pastunes, afines tribalmente a los talibanes. No hay constancia de sus dimensiones, pero se sospecha de una organización formada por comandos autónomos que ya ha llegado a las grandes ciudades y las especulaciones hablan de que alcanzó su mayor capacidad de enrolamiento en 2018, con más de 4.000 miembros, aunque la presión letal de los talibanes ha reducido sensiblemente su número.
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La estrategia de los yihadistas ha debido enfrentarse tanto al acoso de sus rivales talibanes como a la necesidad de establecer su impronta como tercer convidado al conflicto afgano golpeando al régimen prooccidental. A lo largo de este periodo, no han conseguido dominios territoriales, pero sus decenas de atentados se encuentran entre los más brutales que ha padecido la población. Los asaltos a la maternidad kabulí de Dashte Barchi (25 muertos) y la escuela de Sayed Al-Shuhada (85 víctimas mortales y 147 heridos), situadas en un barrio de mayoría hazara, de fe chií, definen su manera de hacer. El terror, el carácter indiscriminado y la preferencia por objetivos indefensos parecen señas de identidad. Falta el músculo político y los rostros que lideren esta estructura aún fantasmal.
La autoridad de los talibanes será cuestionada en los próximos meses en función de la progresión de este grupo y otras previsibles escisiones radicales, deseosas de obtener el crédito de homólogos extranjeros. La estrategia talibán, hasta ahora, ha sido el combate de esta disidencia, pero resulta difícil mantener la seguridad en un país escasamente articulado, física y políticamente aislado y con graves penurias económicas. Posiblemente, la capacidad de los talibanes para crear un Estado efectivo y el control del tráfico de drogas, principal fuente de financiación de las guerrillas, dictamine su evolución.
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